Estimados Opoeliteratos:
En esta entrada os paso el comentario narrativo 1 a partir de un fragmento de la obra de MIGUEL DE UNAMUNO, San Manuel Bueno, mártir. Espero que os sea de ayuda.
Atentamente,
Alejandro Aguilar Bravo.
Nos encontramos ante un fragmento narrativo perteneciente a San Manuel Bueno, mártir, obra de Miguel de Unamuno publicada en 1931, en el tramo final de su trayectoria creativa. Para situar correctamente el texto conviene recordar el marco ideológico y estético de la Generación del 98, grupo de escritores que, tras la crisis nacional simbolizada por el desastre de 1898, emprendió una reflexión crítica sobre España y, al mismo tiempo, una exploración intensa de los grandes problemas del hombre: el sentido de la existencia, el tiempo, la muerte, la fe, la identidad o la tensión entre razón y sentimiento. En este horizonte, Unamuno ocupa una posición central: su pensamiento se articula en torno al conflicto entre la inteligencia que duda y la necesidad vital de creer, lo que él mismo formula como lucha trágica entre la razón y el anhelo de inmortalidad. Ese “sentimiento trágico de la vida” impregna su obra ensayística y su narrativa, en la que ensaya formas novelescas singulares para plantear problemas de conciencia más que para construir mundos de ficción cerrados. San Manuel Bueno, mártir responde plenamente a esa orientación: es una “novela” en sentido amplio, sobria y concentrada, que se apoya en un relato de apariencia sencilla para sostener una pregunta radical sobre la verdad, la fe y el valor del consuelo. La obra se construye como la memoria escrita de Ángela Carballino, quien evoca la figura de don Manuel, sacerdote del pueblo de Valverde de Lucerna, venerado por su bondad y su entrega. Sin embargo, bajo esa santidad visible late el núcleo dramático de la narración: el secreto de la incredulidad íntima del sacerdote y el sacrificio de su propia verdad para mantener viva la esperanza colectiva.
El fragmento propuesto se sitúa en un momento decisivo porque verbaliza y confirma ese centro de gravedad: Lázaro, hermano de Ángela, le confiesa “la verdad” y, con ello, le revela el secreto de don Manuel. La palabra clave es precisamente secreto, pues todo el pasaje está organizado como una escena confesional en la que se transmite un conocimiento oculto que cambia el sentido de lo anterior. Lázaro, “pálido y tembloroso”, hace sentar a Ángela en el sillón de la madre —símbolo del ámbito doméstico y de la intimidad familiar— y declara que ha llegado la hora de decirle “toda la verdad”. A continuación relata cómo don Manuel le había “venido trabajando” para que no escandalizase y para que se incorporase a la vida religiosa del pueblo, incluso aunque no creyera, aconsejándole fingir la fe por el bien de los demás. La escena culmina cuando Lázaro refiere el diálogo con el sacerdote: ante la pregunta sobre si celebrar misa le ha hecho creer, don Manuel baja la mirada, se le llenan los ojos de lágrimas y ese gesto basta para “arrancarle su secreto”. El tema del texto, por tanto, es la confesión del secreto de don Manuel por parte de Lázaro: el sacerdote no cree en Dios o, dicho con precisión unamuniana, no puede creer con la razón, aunque necesita creer con la vida y sostener la fe ajena como forma de caridad. En el pasaje emergen también temas asociados: la tensión entre verdad y consuelo, la religiosidad entendida como práctica social, el sacrificio personal, el dolor íntimo de quien sostiene a los demás y la problemática moral de “fingir” como gesto de amor y no como engaño.
Desde el plano de la historia, esto es, de los acontecimientos considerados como contenido narrado, el fragmento puede resumirse así: Lázaro decide comunicar a Ángela el secreto que ha descubierto sobre don Manuel; le explica el proceso por el cual el sacerdote lo ha conducido a una integración externa en la vida religiosa del pueblo; ante la incredulidad de Ángela, confirma que es posible que un sacerdote aconseje fingir la fe; finalmente narra el instante decisivo en que, mediante una pregunta directa, provoca la reacción emocional del sacerdote y obtiene la confirmación del secreto. La estructura interna del fragmento, organizada en una progresión lógica y cronológica, responde al esquema planteamiento–nudo–desenlace. El planteamiento se concentra en la preparación ritual de la confesión: la descripción del estado de Lázaro, el gesto de sentarla, la pausa (“tomó huelgo”) y la declaración solemne de que va a decir la verdad. El nudo lo constituye la revelación explicativa: la “historia” que Lázaro cuenta sobre la labor de don Manuel y la formulación del consejo de fingir, acompañada por la reacción consternada de Ángela y la reafirmación de Lázaro. El desenlace se produce con la escena clave del diálogo final y el signo inequívoco de las lágrimas, que funciona como prueba emocional del secreto. Si aplicamos la distinción aristotélica, el fragmento se vincula a una fábula compleja, no tanto por una peripecia entendida como cambio brusco de fortuna externa, sino por la presencia clara de una anagnórisis: se produce un reconocimiento fundamental, un paso de la ignorancia al conocimiento, que reorienta la interpretación de la figura de don Manuel y, por extensión, del sentido de su “martirio”. La anagnórisis, además, no es solo informativa, sino ética y afectiva: conocer el secreto implica asumir el peso del silencio y el dolor que lo acompaña.
En cuanto a los personajes, el fragmento permite observar su función y su caracterización. Ángela es el centro perspectivístico: su sensibilidad, su consternación y su tristeza determinan el tono y la selección de detalles. Su reacción (“exclamé, consternada”) muestra que en ella la fe está ligada a la admiración moral hacia don Manuel y al equilibrio emocional del mundo del pueblo; por eso la revelación la “sumerge en un lago de tristeza”, imagen que intensifica el carácter abismal del descubrimiento. Lázaro aparece como mediador de la verdad: es quien ha accedido al secreto y, movido por un imperativo moral (“debo decírtela… no debo callártela”), decide transmitirlo. Su palidez y temblor lo presentan como personaje atravesado por el conflicto: sabe que la verdad puede herir, pero también que el silencio parcial sería peor (“a medias, que es lo peor”). Don Manuel, aunque no es aquí el hablante principal, se construye indirectamente a través del relato de Lázaro y del breve diálogo citado: su figura adquiere un relieve trágico porque su secreto no es un simple dato, sino una herida íntima que se manifiesta en el gesto final de la mirada baja y las lágrimas. Desde una lectura funcional, podría decirse que don Manuel actúa como sujeto de una acción orientada a un objeto colectivo: sostener la paz espiritual del pueblo. Su destinador, si se quiere formular así, sería la conciencia del sufrimiento humano y la necesidad de consuelo; el destinatario, el propio pueblo y, en este caso, también Lázaro y Ángela; los ayudantes serían la discreción y la colaboración de quienes aceptan callar; el oponente, paradójicamente, es la verdad desnuda que amenaza con destruir la esperanza de la comunidad. Esta oposición es esencial en Unamuno: la verdad puede ser moralmente admirable, pero existencialmente devastadora; el consuelo puede ser “falso” desde la razón, pero verdadero desde la vida.
El espacio, aunque apenas descrito, cumple una función decisiva: la escena ocurre en el interior doméstico, en el sillón de la madre, lo que convierte la revelación en una “confesión familiar” y le da un aire casi sacramental trasladado a la casa. Es significativo que la escena se describa como “confesión doméstica”, pues la confesión religiosa se desplaza al ámbito privado: la verdad de la fe ya no se dirime en el templo, sino en la conciencia y en la intimidad familiar. También aparece, como espacio evocado, el de los paseos a “las ruinas de la vieja abadía cisterciense”, lugar cargado de simbolismo: las ruinas sugieren tradición religiosa en decadencia, memoria del pasado y, a la vez, una espiritualidad que se sostiene sobre restos, como si la fe moderna tuviera que habitar los escombros de certezas antiguas. El tiempo de la historia se articula en dos planos: el presente del acto confesional, concentrado y dramático, y el pasado resumido de los paseos y conversaciones entre don Manuel y Lázaro. No se trata de un tiempo histórico fechado, sino de un tiempo existencial, donde la duración psicológica del momento —su densidad emocional— importa más que la cronología precisa.
Pasando al análisis del relato, es decir, a la forma en que se cuenta la historia, la primera cuestión es la voz narrativa. La narradora es Ángela Carballino, personaje que participa en los hechos y los narra desde dentro; por ello, el relato es homodiegético e intradiegético, y el narrador es protagonista o, más exactamente, protagonista-testigo: protagonista porque su vida queda afectada por lo que cuenta y porque su mirada vertebra el texto; testigo en tanto que refiere acontecimientos que giran en torno a otro personaje central, don Manuel. Esta voz narrativa se define por un estilo confesional y memorialístico: Ángela no solo narra hechos, sino que los valora emotivamente (“me sumergió en un lago de tristeza”), lo cual introduce un componente de subjetividad que es esencial en Unamuno: el relato no busca objetividad documental, sino verdad interior.
La focalización es interna fija, puesto que todo se filtra por la conciencia de Ángela: conocemos lo sucedido según su percepción, su emoción y su comprensión. Esa focalización explica la relevancia de los detalles físicos (“pálido”, “tembloroso”, “tomó huelgo”), que no son meros adornos, sino indicadores afectivos de que lo narrado tiene un peso moral. La narración se sostiene, además, en un juego de mediaciones: Ángela cuenta lo que Lázaro le cuenta, y Lázaro reproduce lo que don Manuel le dijo. Se produce así una narración enmarcada, con niveles: un relato principal (Ángela) que incorpora un relato secundario (Lázaro) y dentro de este una cita directa de palabras de don Manuel. Este procedimiento intensifica el carácter de “secreto transmitido”, como si la verdad fuera pasando de mano en mano con cautela y temblor, y no como un dato expuesto a plena luz.
En cuanto a la modalidad discursiva, el texto alterna narración, descripción breve y diálogo. Predomina el discurso directo en dos momentos: la declaración de Lázaro (“ha llegado la hora de decirte la verdad…”) y el intercambio reconstruido entre Lázaro y don Manuel (“¿Fingir?… Toma agua bendita…”). El discurso directo imprime dramatismo y convierte el fragmento en escena; el lector “presencia” el momento en lugar de recibirlo resumido, lo que refuerza la intensidad del secreto. Junto a ello, aparece el discurso narrativizado o relatado cuando Ángela sintetiza el proceso previo (“me contó una historia… cómo don Manuel le había venido trabajando…”), condensando múltiples conversaciones y paseos en unas pocas líneas; y aparece también el discurso indirecto cuando se enumeran las finalidades del consejo de don Manuel (“para que no escandalizase… para que fingiese creer… para que ocultase…”), construcción anafórica que crea un ritmo insistente y casi persuasivo, como si reprodujera la presión moral de aquel “trabajo” espiritual.
Respecto al tiempo del relato, el orden general es lineal en el presente de la confesión, pero incorpora una analepsis interna cuando, desde ese presente, se retrocede para contar los paseos a la abadía y las conversaciones con don Manuel. No es un flashback ornamental, sino funcional: la analepsis explica el estado actual de Lázaro y justifica por qué el secreto es tan grave. En el ritmo narrativo se alternan claramente dos tempi: el resumen, que acelera y condensa el proceso previo (“me contó una historia… cómo le había venido trabajando…”), y la escena, que detiene la acción en el diálogo y permite que la revelación se manifieste con precisión verbal y emocional. La presencia de la escena en el final, además, cumple una función probatoria: el secreto no se afirma como opinión, sino como algo “arrancado” al sacerdote mediante un gesto de lágrimas, es decir, mediante un indicio afectivo que, en la lógica del texto, tiene más fuerza que cualquier razonamiento. En la frecuencia predomina la singulativa, pues los hechos principales del presente se cuentan una vez, pero en el bloque de “cómo le había venido trabajando” se percibe un matiz iterativo, ya que se condensan acciones repetidas (paseos, consejos, insistencias) en una formulación única.
Todo ello se integra en un tono que podríamos definir como grave, íntimo y dramático. La sintaxis contribuye a esa atmósfera: el inicio presenta una acumulación de incisos y matices (“tan pálido y tan tembloroso… tomó huelgo, y luego…”) que imita la respiración contenida antes de la confesión; después, la repetición de “verdad” (“la verdad, toda la verdad”) y la serie de justificaciones (“porque debo… porque a ti no puedo… porque además…”) subrayan el carácter inevitable de la revelación. La palabra “secreto”, aunque aparece explícitamente solo al final (“le arranqué su secreto”), funciona como eje semántico de todo el fragmento: se prepara, se rodea, se insinúa, se teme, se transmite y, finalmente, se confirma.
A continuación, pasaremos al análisis por planos de este fragmento de la obra de San Manuel Bueno, mártir, de Míguel de Unamuno, empleando para ello los términos establecidos por ISABEL PARAÍSOS, MARCOS MARÍN y MARIO HORCAS VILLAREAL.
En el plano fónico, aunque el texto pertenece a la prosa narrativa, los rasgos sonoros y rítmicos desempeñan una función expresiva fundamental en la construcción de la escena de confesión y en la transmisión del secreto. Desde el punto de vista vocálico y consonántico, predominan los sonidos sonoros y suaves, especialmente nasales y líquidas (/m/, /n/, /l/, /r/), perceptibles en secuencias como “mi hermano”, “media voz”, “mirándole a los ojos”, “me dijo”, “lágrimas”. Esta abundancia de consonantes sonoras contribuye a crear un tono apagado, íntimo y contenido, acorde con una revelación que no puede hacerse de manera abrupta ni pública. No aparecen acumulaciones de consonantes duras ni secuencias fónicas violentas, lo que evita cualquier sensación de brusquedad y refuerza la gravedad silenciosa del momento. El ritmo del fragmento es lento y pausado, determinado por la abundancia de comas, incisos y oraciones largas que obligan al lector a detenerse constantemente. Este ritmo reproduce el esfuerzo emocional del hablante, especialmente visible en el parlamento de Lázaro: “ha llegado la hora de decirte la verdad, toda la verdad, y te la voy a decir, porque debo decírtela, porque a ti no puedo, no debo callártela…”. La sucesión de pausas internas refleja la dificultad de articular el secreto y la necesidad de tomar aliento antes de continuar. En cuanto a la modalidad oracional predominante, dominan las oraciones enunciativas, propias de un discurso confesional y explicativo, pero adquieren especial relevancia las interrogativas directas en estilo directo, como “¿Pero es eso posible?” o “¿Y usted celebrando misa ha acabado por creer?”. Estas interrogativas no cumplen una función informativa, sino expresiva: manifiestan la conmoción ante el contenido del secreto y actúan como detonantes emocionales que intensifican la revelación.
En el plano morfosintáctico, la forma lingüística se ajusta estrechamente al proceso psicológico de la confesión del secreto. Desde el punto de vista morfológico, en el plano nominal destacan sustantivos abstractos directamente relacionados con el tema central, como “verdad”, “confesión”, “secreto”, “tristeza”, que remiten a realidades interiores y no materiales. La reiteración del sustantivo “verdad”, intensificado mediante el cuantificador totalizador (“la verdad, toda la verdad”), subraya la gravedad y el carácter absoluto de lo que va a revelarse. En la morfología verbal, resulta esencial la alternancia de tiempos del pasado. El pretérito imperfecto aparece en formas como “le había venido trabajando”, “le decía”, “le aconsejaba”, y expresa acciones durativas y reiteradas, lo que indica que el secreto de don Manuel no surge de un momento puntual, sino de un proceso largo de influencia, silencio y complicidad. Frente a ello, el pretérito perfecto simple (“me dijo”, “exclamé”, “bajó la mirada”, “se le llenaron los ojos de lágrimas”) señala los momentos decisivos y puntuales en los que la verdad se formula o se confirma, marcando así los instantes de ruptura dentro del proceso. En cuanto a la adjetivación, destacan los adjetivos calificativos de carácter físico y emocional aplicados a Lázaro (“pálido”, “tembloroso”), que exteriorizan corporalmente el conflicto interior provocado por el secreto, y anticipan la gravedad de la revelación antes incluso de que esta se formule verbalmente. Los adverbios y locuciones adverbiales (“serena y tranquilamente”, “a media voz”) son igualmente significativos, pues matizan el modo de decir y refuerzan el carácter confidencial y contenido de la confesión, alejándola de cualquier dramatismo exaltado. Desde el punto de vista sintáctico, predomina una sintaxis compleja y subordinada, especialmente mediante subordinadas causales y finales, como se observa en la acumulación de justificaciones de Lázaro: “porque debo decírtela”, “porque a ti no puedo, no debo callártela”, “porque además habrías de adivinarla”. Esta estructura sintáctica refleja un pensamiento que necesita legitimarse moralmente, como si la revelación del secreto exigiera una explicación constante para aliviar su peso ético. El uso reiterado del estilo directo introduce la voz viva de los personajes y convierte la revelación en una escena dramática, permitiendo que el secreto se manifieste no solo a través del contenido, sino también del tono y la emoción de las palabras.
En el plano léxico-semántico, el nivel de lengua empleado es culto pero sobrio, sin ornamentación retórica innecesaria, lo que responde al ideal estilístico de Unamuno de expresar los grandes conflictos humanos con un lenguaje desnudo y esencial. La palabra clave del fragmento es “secreto”, que aparece explícitamente al final del texto (“le arranqué su secreto”) y que funciona como eje semántico de todo el pasaje. Este término se prepara progresivamente mediante una red de palabras testigo relacionadas con el ocultamiento y la revelación, como “verdad”, “callártela”, “ocultar”, “fingir”, “confesión”. Estas palabras no aparecen de manera casual, sino que construyen una isotopía textual centrada en la oposición entre decir y callar, entre creer y fingir. Junto a este campo semántico de la verdad y el secreto, aparece el campo semántico de la religión, con términos como “sacerdote”, “misa”, “creer”, “catequizar”, “convertir”, que, lejos de tener un valor dogmático, se cargan de ambigüedad y tensión, pues remiten a una religiosidad vivida como función social más que como convicción interior. Un tercer campo semántico relevante es el de la emoción y el sufrimiento, visible en palabras como “tristeza”, “pálido”, “tembloroso”, “lágrimas”, que muestran las consecuencias afectivas de la revelación del secreto y refuerzan su carácter doloroso. En cuanto a los tópicos literarios, destaca el motivo de la confesión, tradicionalmente ligado al ámbito religioso, que aquí se desplaza al espacio doméstico y familiar, subrayando la oposición entre la fe pública y la verdad privada. Entre las figuras literarias más relevantes sobresale la metáfora “me sumergió en un lago de tristeza”, que expresa de forma visual y profunda el impacto emocional del secreto, así como la anáfora de la conjunción “porque” en el discurso de Lázaro, que intensifica la sensación de insistencia y de necesidad moral de hablar.
En conclusión, este fragmento constituye una escena capital de San Manuel Bueno, mártir porque concentra el núcleo temático y moral de la obra: el secreto de la incredulidad de don Manuel y el dilema entre decir la verdad o sostener el consuelo que mantiene viva a una comunidad. La confesión de Lázaro a Ángela no es solo un giro informativo; es una anagnórisis que transforma la lectura del personaje y convierte su bondad en martirio interior. Unamuno logra expresar un conflicto filosófico de primer orden mediante procedimientos narrativos eficaces: narrador homodiegético con focalización interna, relato enmarcado que intensifica el carácter secreto de la verdad, alternancia de resumen y escena para graduar la revelación, y un cierre emocional que funciona como prueba íntima. Así, la obra muestra con claridad una de las preocupaciones esenciales del 98 y del propio Unamuno: que el ser humano vive desgarrado entre lo que la razón niega y lo que el corazón necesita, y que, a veces, el mayor sacrificio no consiste en morir por una verdad, sino en vivir sosteniendo una esperanza para los otros mientras se sangra por dentro.

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