El soneto que comienza con «De cera son las alas cuyo vuelo…» se atribuye al Conde de Villamediana, Juan de Tassis y Peralta (1582-1622). El poema se inscribe en la tradición barroca española, dentro del género lírico amoroso, y desarrolla una de las metáforas más recurrentes en la poesía culta del Siglo de Oro: el mito clásico de Ícaro, símbolo del atrevimiento humano que conduce tanto a la gloria como a la ruina.
Nos encontramos en pleno Barroco (siglo XVII), un periodo caracterizado por la complejidad conceptual (cultismo y conceptismo), la tensión entre lo efímero y lo eterno, y una visión desengañada de la existencia. La lírica barroca explora con intensidad los temas del amor, la muerte, el paso del tiempo y la fugacidad de la belleza, recurriendo a la mitología clásica como vehículo simbólico.
En este contexto, el soneto villamedianesco utiliza imágenes de gran densidad y contraste: la elevación frente a la caída, el deseo frente al castigo, la gloria efímera frente a la seguridad estéril.
Juan de Tassis y Peralta, Conde de Villamediana, fue un destacado poeta y cortesano de la España de Felipe III y Felipe IV. Vinculado a los ambientes cultos de la nobleza, cultivó sobre todo la poesía amorosa y satírica, con un estilo conceptista y agudo, cercano en ocasiones al de Quevedo, aunque también mostró influencias culteranas. Su vida estuvo marcada por la intriga política y por un halo de escándalo en la corte, lo que desembocó en su misterioso asesinato en 1622, posiblemente por motivos amorosos o políticos.
Literariamente, Villamediana encarna la tensión barroca entre la audacia del deseo y el riesgo de la ruina: tanto en su vida como en su poesía se percibe esa fascinación por lo peligroso, lo transgresor y lo sublime.
Dentro del PLANO DEL CONTENIDO, en este soneto, el yo lírico toma la palabra y se dirige a su amor. Mediante la metáfora del mito de Ícaro —las alas de cera que se derriten al acercarse al sol—, expresa cómo su voluntad se deja arrastrar por la pasión hasta el atrevimiento de buscar lo inalcanzable.
El hablante poético reconoce que, aunque el castigo y el riesgo son inevitables, se deja guiar por el impulso amoroso, sin freno ni temor al desvarío. Así, aunque la caída sea segura, prefiere haber gozado de la gloria de subir, de haberse elevado por amor, antes que renunciar a esa experiencia.
Por lo tanto, el tema de esta composición poética es el atrevimiento del amor, que impulsa al yo lírico a arriesgarse aunque sepa que puede sufrir y caer; porque la gloria de haber amado y osado es mayor que el miedo al castigo.
En cuanto a su estructura, el poema se organiza en la forma clásica del soneto, compuesto por dos cuartetos y dos tercetos de versos endecasílabos con rima consonante. El desarrollo del texto responde a una progresión clara:
- En una primera parte, que abarcaría los dos cuartetos, el yo lírico expone la metáfora central del mito de Ícaro. Las alas de cera simbolizan el impulso amoroso gobernado con imprudencia, que lo eleva hacia lo imposible, y al mismo tiempo anticipan el castigo inevitable de la caída. Aquí se establece el conflicto entre la soberbia del deseo y la certeza de la ruina.
- La segunda parte correspondería al primer terceto. En ella aparece un contraste decisivo: el sufrimiento del amor se equilibra con el placer que este otorga. La pasión, aunque dolorosa, se justifica porque iguala el gozo con la pena, convirtiendo el riesgo en algo deseable.
- La tercera parte se desarrolla en el último terceto. El poema culmina con la exaltación de la experiencia amorosa. Aunque el castigo sea inevitable y las alas se derritan bajo el sol, la gloria de haber volado permanece intacta. El fracaso exterior se convierte así en triunfo íntimo, porque lo esencial es haber vivido la osadía del amor.
De este modo, el soneto puede leerse como un recorrido en tres tiempos: planteamiento del riesgo, justificación del atrevimiento y glorificación de la experiencia amorosa.
En su ensayo “Lingüística y poética” (publicado en Style in Language, 1960), Roman Jakobson estableció que todo acto de comunicación puede analizarse a partir de seis funciones del lenguaje, cada una vinculada a un elemento esencial del proceso comunicativo.
Aplicando este esquema al soneto atribuido al Conde de Villamediana, se observa que la función poética ocupa el lugar central. El poema está construido como un soneto clásico, con endecasílabos de rima consonante, y en él se despliega una gran riqueza de recursos expresivos: metáforas, alusiones mitológicas y paradojas, que buscan la belleza y densidad del mensaje.
Junto a ella, destaca la función emotiva o expresiva, pues el yo lírico manifiesta abiertamente sus sentimientos amorosos. La metáfora del vuelo y la caída de Ícaro refleja la intensidad del deseo, el riesgo de la osadía y la gloria de haber amado. Se trata de una confesión íntima en la que predomina la subjetividad.
La función conativa o apelativa también está presente, especialmente en la interpelación a “amor” en el verso 9. Aunque el receptor no sea un interlocutor concreto en todo momento, la voz poética se dirige a ese “tú” implícito que es la divinidad amorosa, mostrando la orientación del discurso hacia el destinatario.
A partir de este punto, se comenzará el análisis interno del texto desde los distintos planos lingüísticos:
- Nivel fónico
- Nivel morfosintáctico
- Nivelléxico-semántico
Para ello, resulta útil seguir una metodología sistemática y crítica que nos permita abordar el poema como una estructura verbal compleja.
En este sentido, resulta particularmente valioso el modelo de comentario propuesto por MARCOS MARÍN, que permite observar cómo la forma sustenta el contenido. Del mismo modo, en el plano morfológico puede aplicarse la terminología establecida por ISABEL PARAÍSO, que propone una lectura funcional comunicativa. Par del plano sintáctico, seguiremos la orientación de LEONARDO GÓMEZ TORREGO, centrada en la identificación de estructuras relevantes y su vinculación con la organización del pensamiento crítico, así como la terminología establecida en la NUEVA GRAMAÁTICA DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA DE LA LENGUA.
En el plano fónico, si atendemos a la teoría de Dámaso Alonso (La lengua poética de Luis de Góngora) sobre la “oscuridad” y “luminosidad” vocálica, observamos cómo el soneto alterna estratégicamente estos timbres para reforzar su contenido. Las vocales claras (/a/, /e/, /i/) aparecen con frecuencia en términos como alas, albedrío, cielo, escarmiento, gloria, subir. Estas vocales, de timbre más luminoso y abierto, contribuyen a la sensación de ascenso y expansión, en correspondencia con el impulso amoroso que eleva al yo lírico hacia el cielo.
Por otro lado, las vocales oscuras (/o/ y /u/) tienen un peso significativo en palabras como propio, recelo, hado, nunca, perdido, derrita. Su sonoridad más cerrada y grave aporta un matiz de descenso y fatalidad, vinculando fónicamente el poema con el destino de caída que espera al amante, igual que a Ícaro. De este modo, la oscilación entre claridad y oscuridad vocálica traduce en el plano sonoro la tensión barroca entre la gloria del vuelo y la certeza del derrumbe.
En cuanto a las consonantes, resulta especialmente interesante la recurrencia de las líquidas, que en la tradición fonética española se clasifican de la siguiente manera: la /r/ es una consonante vibrante, alveolar, sonora (ya sea en su forma simple o múltiple), mientras que la /l/ es una consonante lateral, alveolar, sonora.
La vibrante /r/ aparece en vocablos como recelo, derrita, gloria, perder. Su sonoridad marcada y repetitiva reproduce fónicamente la fuerza del ímpetu amoroso y la energía del ascenso, reforzando la idea de movimiento temerario que caracteriza al yo lírico.
La lateral /l/, por su parte, se observa en términos como alas, cielo, suelo, igualas. Su timbre más fluido y continuo introduce un efecto de suavidad y cadencia, que contrasta con la tensión vibrante de la /r/.
La alternancia de estas dos consonantes sonoras alveolares refleja en el plano fónico la oscilación entre la subida y la caída: la /r/ evoca el impulso enérgico y arriesgado del vuelo, mientras que la /l/ aporta un matiz de dulzura y descenso, que acompaña la caída final.
De este modo, la articulación consonántica no es un mero ornamento sonoro, sino que se integra en la significación del poema, reproduciendo el movimiento pendular que lo vertebra: osadía y caída, impulso y ruina, gloria y derrota.
Además de las líquidas, conviene señalar la presencia destacada de otros grupos consonánticos que, según la clasificación de la Fonética y fonología de la RAE, contribuyen a la musicalidad y al simbolismo sonoro del poema.
- Las oclusivas sonoras /b/, /d/, /g/ (presentes en albedrío, perdido, igualas, gobernar, gloria) aportan una articulación más fuerte y marcada, que reproduce en el plano fónico la firmeza y contundencia del destino que se cierne sobre el yo lírico. Su carácter de cierre y apertura brusca imita de alguna manera los golpes de la fatalidad que interrumpen el vuelo amoroso.
- Las fricativas sordas /s/ y /f/ (en suelo, escarmiento, basta, eficaz) añaden un efecto de susurro o fricción, que suaviza el discurso y matiza la tensión provocada por las oclusivas. Esa fricción recuerda la resistencia del aire o del viento, en consonancia con la imagen del vuelo y del roce contra los límites impuestos por la naturaleza.
- Las nasales sonoras /m/ y /n/ (en mar, nunca, vano, prometido, escarmiento) generan una sensación de resonancia interna y de cierre en la cavidad nasal. Su efecto fónico suele asociarse a la contención y la gravedad, reforzando el tono de advertencia y el peso trágico que conlleva el destino del amante.
- Finalmente, las oclusivas sordas /t/ y /k/ (en castigo, cielo, nunca, basta, acreditado) introducen sonidos más secos y cortantes, que imprimen energía rítmica y recuerdan, en el plano semántico, el choque brusco de la caída.
El poema se compone en la forma clásica del soneto, con catorce versos endecasílabos de rima consonante dispuestos en dos cuartetos y dos tercetos. Esta estructura fija y cerrada encierra, sin embargo, una tensión que resulta muy significativa para el tema tratado: igual que las alas de cera parecen permitir la ascensión pero están condenadas a fundirse, el soneto ofrece un marco rígido en el que se desarrolla la paradoja barroca de la osadía amorosa y su inevitable ruina.
La historia del soneto en la literatura española es también relevante para entender esta elección formal. El primer intento de adaptación fue realizado por el Marqués de Santillana en sus Sonetos fechos al itálico modo, aunque aquellos poemas no alcanzaron todavía la perfección métrica que caracterizaba al molde italiano. Fue más tarde, en el siglo XVI, cuando Garcilaso de la Vega y Juan Boscán lograron introducir plenamente el soneto petrarquista en España, otorgándole la musicalidad y el equilibrio que lo convertirían en la forma preferida del Siglo de Oro. En el Barroco, el soneto se consolidó como vehículo idóneo para la expresión de las tensiones existenciales, ya que su forma cerrada servía para encerrar grandes contrastes y paradojas. En el caso de Villamediana, el uso del soneto responde a esa misma lógica: su deseo amoroso, aunque condenado a la caída, encuentra en el rigor métrico un espejo de la fuerza y del límite de su osadía.
En cuanto al ritmo de los endecasílabos, resulta útil acudir a la clasificación establecida por Antonio Quilis en Métrica española (Madrid: Gredos, 1984), donde distingue entre endecasílabos heroicos, melódicos, sáficos y enfáticos. En este poema adquieren especial relevancia los versos 5, 6, 8 y 9, todos ellos de tipo enfático, con acentos en la primera y décima sílaba. Esta configuración rítmica imprime desde el inicio del verso una intensidad mayor, como un golpe prosódico que reproduce el ímpetu arrebatado del yo lírico. Su aparición en momentos clave no es casual, pues refuerza la carga emocional con la que el poeta reconoce la inevitabilidad del castigo y, al mismo tiempo, la grandeza de su atrevimiento. La modalidad enfática otorga un arranque vehemente al ritmo, que traduce el impulso amoroso desmedido: igual que el vuelo de Ícaro se inicia con fuerza pero termina en ruina, estos versos concentran la energía de un deseo que se lanza sin medida hacia lo imposible.
Otro rasgo métrico significativo es la presencia de encabalgamientos suaves, que se advierten entre los versos 3 y 4 o entre los versos 12 y 13. Estos desbordamientos sintácticos sobrepasan el límite estricto del verso, imitando en el plano prosódico la misma osadía del yo lírico, que se atreve a romper los límites de la prudencia para volar hacia lo inalcanzable. El encabalgamiento, por tanto, no es aquí un recurso ornamental, sino que refuerza la idea del exceso, del impulso desmedido que lleva tanto al ascenso como a la caída.
Por último, la modalidad oracional confirma la progresión del poema. En los cuartetos predominan las oraciones enunciativas declarativas, con las que el poeta presenta la metáfora del vuelo y anticipa la fatalidad del castigo. En los tercetos, en cambio, se percibe un giro hacia la modalidad exhortativa y optativa, en especial en el verso 12, cuando el hablante invoca directamente al sol para que derrita las alas. Esta variación prosódica refleja la intensidad creciente del sentimiento: de la exposición reflexiva se pasa a la exclamación apasionada, que expresa con fuerza la paradoja final del poema, según la cual la gloria de haber osado permanece incluso en la derrota.
Para abordar el plano morfosintáctico de este soneto seguimos el modelo de Isabel Paraíso, quien en El comentario de textos literarios (2000) señala que “el análisis morfosintáctico en literatura no debe limitarse a la descripción formal, sino que debe mostrar cómo las elecciones gramaticales contribuyen a la creación de sentido”. En la misma línea, Leonardo Gómez Torrego recuerda en Análisis morfológico: teoría y práctica (1998) que la morfología no es un mero catálogo de formas, sino un cauce expresivo donde se materializa el estilo. La Nueva gramática de la lengua española (RAE y ASALE, 2009) completa este marco al subrayar que la gramática es también uso, y que en los textos literarios esos usos se convierten en recursos estilísticos. Desde esta perspectiva, el análisis de sustantivos, formas verbales, adjetivos, adverbios y pronombres en el poema de Villamediana confirma que la estructura gramatical refuerza su tema esencial: la osadía amorosa que impulsa al yo lírico a ascender hacia lo imposible, aunque esté condenado a caer.
Los sustantivos tienen un peso fundamental, pues aportan la densidad conceptual que caracteriza al discurso. Destacan los abstractos, como albedrío, desvarío, presunción, castigo, recelo, hado, escarmiento, pena, gusto, pensamiento, gloria, que convierten la vivencia amorosa en reflexión universal sobre el destino humano. En contraste, algunos concretos como alas, cielo, suelo, mar, sol materializan la metáfora de Ícaro y hacen visible el movimiento de ascenso y caída. Así, la sustantivación contribuye a elevar la experiencia íntima del yo lírico a una categoría ejemplar, al tiempo que la dota de imágenes tangibles.
La morfología verbal refleja también esta tensión. En los cuartetos predominan los presentes de indicativo (son, gobierna, suben, tiene), que afirman el destino del amante como una verdad general y sentenciosa, inevitable como la propia ley del mito. En los tercetos, en cambio, se imponen las formas de subjuntivo (igualas, baste, derrita, pueda, quite), que trasladan el discurso al terreno del deseo, de la súplica y de lo hipotético. El paso del indicativo al subjuntivo marca una progresión expresiva: de la certeza fatal a la exaltación apasionada, como si el yo lírico se afirmara en su osadía aun sabiendo que desembocará en ruina.
El uso de los adjetivos es sobrio, pero cada término elegido tiene una fuerte carga semántica. Expresiones como propio desvarío, vana presunción, atrevidas alas, nunca visto atrevimiento no solo califican, sino que intensifican el dramatismo de la acción. El adjetivo se convierte en juicio, en valoración moral o afectiva, que refuerza la paradoja del amante: atreverse sabiendo que ese mismo atrevimiento lo condena.
Los adverbios cumplen una función igualmente intensificadora. Ya marca la consumación del castigo como si este fuera irreversible desde el inicio. Nunca acentúa la excepcionalidad del gesto amoroso, un atrevimiento único que será recordado por su grandeza. Incautamente, por su parte, refuerza la imprudencia del acto, señalando que la osadía del amante nace precisamente de la falta de cautela. Estos adverbios, lejos de ser meros modificadores, concentran el dramatismo del tema: la gloria y la ruina aparecen en el lenguaje como inevitables.
Por último, los pronombres muestran la implicación personal del hablante y la fuerza dialógica de su discurso. Los de primera persona (me fío, mi hado, mi pensamiento) subrayan la subjetividad y convierten al yo lírico en protagonista consciente de su propia osadía. Frente a ello, los de segunda persona implícitos en formas como igualas, baste, puedasconfiguran un destinatario que es Amor o el propio destino, a quien se interpela y de quien depende el desenlace. El juego pronominal refuerza así la doble dimensión del poema: la confesión íntima del amante y la apelación a una fuerza superior que lo arrastra.
Desde el punto de vista sintáctico, el poema se organiza en un único periodo oracional complejo, que se estructura en tres oraciones.
- La primera oración ocupa el primer cuarteto: “De cera son las alas cuyo vuelo / gobierna incautamente el albedrío, / y llevadas del propio desvarío / con vana presunción suben al cielo.” Se trata de una oración copulativa en la que el sujeto (las alas) se define mediante un atributo (de cera). A esta estructura inicial se le añaden proposiciones subordinadas que amplían la caracterización del vuelo, gobernado “incautamente” y marcado por el “propio desvarío”. Sintácticamente, la oración se alarga a través de estas subordinadas relativas, lo que genera una sensación de ascenso progresivo, igual que el vuelo temerario del yo lírico que se eleva sin freno hacia lo imposible. La sintaxis refleja así el primer movimiento del tema: la audacia de alzarse por amor.
- La segunda oración se desarrolla en el segundo cuarteto: “No tiene ya el castigo, ni el recelo / fuera eficaz, ni sé de qué me fío, / si prometido tiene el hado mío / hombre a la mar como escarmiento al suelo.” Aquí encontramos una oración principal negativa (no tiene ya el castigo), a la que se encadenan coordinadas adversativas y subordinadas condicionales. La acumulación de estructuras negativas y concesivas expresa la imposibilidad de frenar el destino y traduce la tensión interna del amante: aun sabiendo que el hado ha prometido su caída, sigue confiando. Sintácticamente, la oración se enreda en giros condicionales y comparativos, lo que transmite la sensación de inevitabilidad y encierra la paradoja barroca: el amante es consciente de su ruina, pero avanza hacia ella con la misma osadía.
- La tercera oración ocupa los tercetos y funciona como conclusión: “Mas si a la pena, amor, el gusto igualas, / con aquel nunca visto atrevimiento / que basta a acreditar lo más perdido, // derrita el sol las atrevidas alas, / que no podrá quitar el pensamiento / la gloria, con caer, de haber subido.” Se trata de una oración condicional encabezada por “si” y culmina en una exhortación en subjuntivo (derrita el sol). El movimiento sintáctico es de mayor complejidad, con incisos, condicionales y oraciones subordinadas consecutivas, que desembocan en la apódosis final. Este diseño reproduce la exaltación del yo lírico, que acepta el desenlace trágico pero lo transforma en victoria: la caída física no impide la gloria espiritual de haber amado con osadía. La modalidad exhortativa intensifica la vehemencia del cierre y eleva el tono hasta convertir la ruina en triunfo.0
Por lo tanto, la sintaxis del poema, dividida en tres grandes oraciones, traza un recorrido paralelo al tema: de la ascensión imprudente en la primera, a la certeza del castigo en la segunda, hasta llegar a la glorificación final del riesgo en la tercera.
Siguiendo a Victoria Escandell (Introducción a la pragmática, 1996) y a Isabel Paraíso (El comentario de textos literarios, 2000), el análisis léxico-semántico debe centrarse en las palabras clave y en los campos de significado que organizan el texto, pues es en ellos donde se condensa su sentido profundo. En este soneto, esas elecciones léxicas construyen el eje vertebrador del poema: la osadía amorosa que impulsa a subir con gloria aunque conduzca a la caída.
El plano léxico-semántico del soneto se organiza en torno a un eje vertebrador muy claro, que responde al tema central del poema: la paradoja barroca de la osadía amorosa que eleva al yo lírico hacia lo imposible y lo condena al mismo tiempo a la caída. En este eje se concentra la selección léxica, que no es casual, sino que construye una red semántica y asociativa destinada a intensificar el sentido.
La palabra clave del poema es amor. Aparece en el primer terceto, en una posición central y enfática, y constituye el motor de toda la acción poética: es el amor quien gobierna las alas, quien justifica el atrevimiento y quien, en definitiva, hace que la caída no reste gloria al ascenso. Todo el campo léxico del poema se organiza en torno a esta noción, que funciona como principio generador del discurso.
En torno a ella, actúan varias palabras testigo que concretan la tensión fundamental. Por un lado, caer y haber subidoforman una oposición semántica que encarna la paradoja barroca: el fracaso no elimina la gloria de haber osado. Por otro, pena y gusto introducen la antítesis vital del amor, que puede ser dolor y placer al mismo tiempo, y que permite que el sufrimiento se vea compensado por la intensidad de la experiencia. Estas palabras testigo son claves para entender cómo la oposición de contrarios se convierte en el motor semántico del poema.
Los campos semánticos más destacados refuerzan esta tensión. Aparece el campo del vuelo y la ascensión, con términos como alas, vuelo, cielo, subir. En paralelo, se desarrolla el campo de la caída y el castigo, con caer, suelo, mar, castigo, escarmiento. Ambos campos forman el tejido central de la metáfora de Ícaro, y su contraposición refleja el vaivén del amante entre el deseo de elevarse y la certeza de precipitarse. A ello se suma el campo de la interioridad y de la conciencia moral (albedrío, desvarío, recelo, hado, pensamiento), que introduce la reflexión y convierte la experiencia amorosa en destino existencial.
Los campos asociativos completan esta red. El mito de Ícaro activa asociaciones con la tradición clásica: el sol que derrite, las alas de cera, la osadía castigada. En paralelo, la contraposición entre pena y gusto activa el campo de la experiencia vital barroca, marcada por la dualidad y la contradicción. Estos campos asociativos enriquecen la significación y conectan el poema con un horizonte cultural compartido.
Entre las figuras de pensamiento destacan la paradoja y la antítesis. La paradoja se expresa en la idea de que la gloria de haber subido permanece incluso al caer. La antítesis se manifiesta en parejas como pena / gusto o caer / subir, que estructuran el discurso. También es importante la alusión mitológica, con la figura de Ícaro como símbolo del atrevimiento humano y de la fatalidad de la caída, lo que refuerza la ejemplaridad del tema.
En cuanto a los tópicos literarios, el soneto se articula en torno a varios motivos barrocos. El primero es el audax Icarus, el mito del vuelo temerario como imagen del exceso humano. Unido a él aparece el tópico del desengaño amoroso, pues el amante sabe que el castigo es inevitable. Pero, en clave barroca, también se sugiere el carpe diem, ya que el goce del instante justifica el riesgo y compensa la ruina final.
En conclusión, el plano léxico-semántico del poema confirma que el eje vertebrador es el amor como fuerza contradictoria, capaz de elevar y condenar a la vez. La palabra clave y las palabras testigo, los campos semánticos y asociativos, las figuras de pensamiento y los tópicos literarios confluyen en expresar que la gloria del amor radica precisamente en su osadía, aunque lleve consigo la certeza de la caída.
El soneto de Villamediana se sostiene en un eje intertextual muy claro: la mitología clásica. La imagen de las alas de cera y la caída al mar remite directamente al mito de Ícaro, narrado en las Metamorfosis de Ovidio. Ícaro encarna el atrevimiento desmedido, la búsqueda de lo imposible y la condena inevitable del exceso. Esta referencia no es un simple ornamento erudito: se convierte en el símbolo central del tema barroco, pues el yo lírico se reconoce a sí mismo en la figura del joven que asciende por amor, aun sabiendo que el sol fundirá sus alas.
A esta base mitológica se suma la relación con otras obras literarias del Siglo de Oro. El poema dialoga con los sonetos de Góngora, quien en su célebre “Ícaro” también emplea la figura mítica para reflexionar sobre la audacia y la ruina. Del mismo modo, podemos vincularlo con Quevedo, cuyo tono desengañado recuerda en muchos de sus sonetos que el amor es fuente de gloria y condena, placer y dolor, en perfecta paradoja. Incluso Lope de Vega, en su poesía amorosa, recurre al tópico del riesgo amoroso, que justifica cualquier sufrimiento.
El soneto también se conecta con los tópicos de la tradición literaria. El audax Icarus —el atrevimiento temerario— se une al carpe diem, en cuanto se ensalza el goce del instante, y al desengaño barroco, porque el amante es consciente de que su gloria se acompaña necesariamente de su ruina.
En un plano más amplio, la intertextualidad nos lleva a la poesía petrarquista, donde el amor se concibe como fuerza contradictoria, y también al neoplatonismo renacentista, que entendía el amor como impulso de ascensión hacia lo divino. El Barroco, sin embargo, transforma ese idealismo en paradoja: la elevación se convierte en caída.
Esta composición poética se construye sobre la paradoja barroca del amor como fuerza osada que eleva aun cuando conduce a la ruina. La métrica, el ritmo, el sonido, la gramática y el léxico se orientan a reforzar esa tensión entre ascenso y caída, entre gloria y castigo. El mito de Ícaro y los tópicos barrocos sirven de marco universal para afirmar que la grandeza del amor radica precisamente en el riesgo: caer es inevitable, pero la gloria de haber amado y osado permanece intacta. Por lo tanto, amar, para Villamediana, es volar con alas de cera: caer es seguro, pero la gloria de haber subido nunca se pierde.
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