Estimados Poeliteratos:
En esta sesión realizaremos un repaso de los saberes básicos de la Unidad de Programación 1.
Espero que os sea de ayuda.
1. Indica los elementos de la comunicación del siguiente
acto comunicativo:
a. La directora, enojada y con muchos aspavientos, regañó
al profesor de Matemáticas, por no llegar a su puesto de trabajo en mitad de la
sala de profesores.
i.
EMISOR
ii.
RECEPTOR
iii.
MENSAJE
iv.
CANAL
v.
CÓDIGO
vi. CONTEXTO
2. Diferencias entre paralenguaje, kinésica y proxémica. Define los conceptos y pon ejemplos de cada una de ellos.
3. Señala las funciones del lenguaje de las siguientes
oraciones:
a. ¿Has comprendido la lección, Juan Miguel?
b. El verbo es el núcleo del sintagma verbal en función
de predicado, que puede ser verbal o nominal.
c. La rosa es una flor de color rojo que tiene espinas.
d. Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
e. Me siento mal escuchando tu historia.
f. Ordena tu habitación, por favor.
4. Define los siguientes conceptos:
a. VARIEDAD DIATÓPICA
b. VARIEDAD DIAFÁSICA
c. VARIEDAD DIASTRÁCTICA
d. VARIEDAD DIACRÓNICA
e. IDEOLECTO
5. Indica la secuencia discursiva predominante de cada
texto, argumentando en todo momento tu respuesta.
A Anabel la vida no se la puso fácil. De niña conoció el hambre que duele en silencio, las burlas por su ropa gastada y las humillaciones que pesan más que cualquier golpe. Más tarde, sufrió un amor que le dejó cicatrices en el alma y trabajos tan duros que apenas alcanzaban para sobrevivir.
Con todo ese peso a cuestas, cualquiera se habría rendido. Pero Anabel no. Cada mañana salía a la calle con la cabeza erguida y unos viejos zapatos rojos que brillaban como si guardaran dentro un fuego secreto.
La gente la observaba con curiosidad. Algunos pensaban que era vanidad, otros que buscaba llamar la atención. Pero lo cierto era que nadie entendía cómo, después de tantas tormentas, Anabel seguía sonriendo al caminar.
Una tarde de invierno, al cruzar la plaza, Anabel vio a una niña sentada en el suelo. Tenía las manos extendidas y los ojos grandes, llenos de frío y de hambre. Pedía limosna con un hilo de voz apenas audible.
Anabel se detuvo. Abrió su bolso y sacó un pequeño paquete con magdalenas que había comprado esa mañana. Lo colocó en las manos de la niña con una sonrisa. La pequeña lo sostuvo como si le hubieran entregado un tesoro, y, de pronto, sus ojos se fijaron en los zapatos de Anabel.
—Señora —preguntó con timidez—, ¿por qué siempre lleva esos zapatos rojos?
Anabel la miró con ternura,
acariciándole el cabello enmarañado.
—Porque me recuerdan que siempre se puede seguir caminando —respondió.
La niña guardó silencio, apretando
entre sus manos las magdalenas calientes. Luego sonrió con la inocencia de
quien sueña incluso en la pobreza.
—Algún día, yo también llevaré zapatos rojos.
Y en ese instante, Anabel comprendió que sus pasos dejaban huella, no solo en las baldosas de la calle, sino en los corazones de quienes aún necesitaban esperanza.
Siguió caminando, y las huellas de sus zapatos parecían pequeñas brasas encendidas, como un sendero para que otros recordaran que la vida, a pesar de todo, siempre invita a seguir adelante.
Alejandro Aguilar Bravo, Los
zapatos rojos, 2025
LOS FLAMENCOS
Los flamencos son aves gregarias de gran belleza y especialización ecológica, reconocidas no solo por su característico plumaje rosado y sus largas patas, sino también por la manera singular en que se adaptan a hábitats extremos. Estas aves habitan principalmente en sistemas salinos, como lagunas altoandinas, salares y espejos de agua ricos en minerales, ambientes que para muchas otras especies resultarían hostiles. Allí encuentran tanto su alimento —compuesto en su mayoría por algas microscópicas e invertebrados acuáticos— como los materiales necesarios para llevar adelante sus complejos hábitos reproductivos.
En Sudamérica se conocen tres especies de flamencos, todas ellas con una notable dependencia de los recursos que yacen en el fondo de las lagunas salinas. Su alimentación proviene del sedimento limoso acumulado en esos ambientes, que es removido mediante un mecanismo altamente especializado: el pico. Este órgano, curvado y de apariencia inconfundible, funciona como una auténtica bomba filtrante. Al introducirlo en el agua, el flamenco hace pasar tanto líquidos como partículas a través de un sistema de láminas o lamelas, que actúan como filtros naturales en los que quedan atrapados pequeños organismos. De esta forma, logran ingerir diatomeas —un tipo de algas microscópicas de gran valor nutritivo—, así como pequeños moluscos, crustáceos y larvas de insectos.
El proceso de alimentación resulta tan fascinante como meticuloso. Los flamencos abren y cierran el pico de manera constante, produciendo un chasquido suave y rítmico que se escucha en la superficie del agua, casi como un metrónomo natural. Después de filtrar y atrapar las partículas comestibles, levantan la cabeza para ingerir lo retenido. Esta conducta, repetida incansablemente durante horas, explica el éxito de su adaptación a un ambiente tan específico.
Sin embargo, no todo en la vida del flamenco es armonía y danza. A la hora de buscar alimento, es frecuente que se produzcan episodios de competencia, tanto entre individuos de la misma especie como frente a otras especies de flamencos que comparten el mismo espacio. Estas interacciones pueden mostrar cierta agresividad, probablemente asociada a la defensa de territorios de alimentación de mejor calidad o con mayor concentración de recursos.
En suma, los flamencos no solo son símbolos de elegancia en movimiento, sino también ejemplos extraordinarios de cómo la naturaleza moldea a los organismos para prosperar en ambientes que parecen desafiantes. Su peculiar estrategia de filtrado, su vida comunitaria y sus rituales de competencia y cooperación nos recuerdan que incluso en los ecosistemas más áridos y salinos, la vida encuentra formas ingeniosas de florecer.
JOKIN, CARLA, ARANCHA, DIEGO, LUCÍA.
Desayuno junto a la ventana abierta un sábado de septiembre mientras truena y llueve. El cielo está plomizo pero entreverado de las punzadas de luz de un sol que se obstina en asomar. Reina un bochorno tropical y, aun así, cierta intuición de frescor anuncia el otoño que se acerca. De repente escampa; los coches emiten al pasar un siseo de agua y la calle se llena. Veo familias con sus hijos en la alborotada calma del fin de semana. Y adolescentes solos en pequeñas manadas. Hay niños felices, niños que van delante del grupo dando brincos, niños modosos que parecen adultos, niños rémora que van colgando de las manos de sus padres, niños acongojados arrastrando los pies que tal vez tengan un fantasma que les muerde las tripas. Igual que los montoncitos de quinceañeros: los hay de todo tipo. Cardúmenes felices o chavales sombríos que, aislados de los demás, dan patadas al aire al caminar. Todas ellas, todos ellos, comenzarán las clases en dos o tres días (cuando lean este artículo ya llevarán unas dos semanas). Según Unicef, uno de cada diez está sufriendo acoso escolar. He visto pasar a muchos más de diez: todos esos críos acarreando su infierno. Espantados del futuro que se les acerca. Y los otros, los otros también cuentan: los verdugos. ¿Cuántos de los chicos y chicas que están caminando bajo mi ventana son verdugos? A los padres les suele preocupar que su hijo sea una víctima, como es natural, pero a menudo ni siquiera se plantean que sea un torturador. Pero ahí están, existen. Los verdugos y los cobardes que los secundan.
Solemos hablar de la depresión de la vuelta al trabajo y de la aspereza de la vida adulta. Nuestra memoria, que es una cuentista piadosa, suele adornar y mitificar la infancia. Yo más bien creo que es un tiempo de dolor y de terrores; de suprema indefensión e incomprensión del mundo. Y, además, de ella depende gran parte de lo que somos. “El niño es el padre del hombre”, dice un verso de Wordsworth reconociendo ese peso fundacional de nuestra niñez. Soy peleona y confío en la capacidad de superación del ser humano, pero a veces el maltrato es tan extremo que algunos no lo logran. Conozco mujeres y hombres a los que el acoso infantil ha dejado una herida indeleble. Y luego están los que sucumbieron. Jokin, de 14 años, que se matóen 2004 arrojándose al vacío desde la muralla de Hondarribia tras ser atormentado durante dos cursos por sus compañeros. Fue la primera vez que se habló masivamente del acoso escolar en nuestro país. O Carla, de 14 años, que se despeñó desde un acantilado de Gijón en 2013; era estrábica y le hicieron la vida imposible. Y Arancha, de 16, en 2015 y en Madrid, con incapacidad intelectual y motora, que se tiró por el hueco de una escalera desde un sexto piso tras ser atormentada públicamente por un compañero sin que nadie hiciera nada. O Diego, también en Madrid, que se arrojó desde una quinta planta en 2016 con tan sólo 11 años. Todos ellos volando hacia una muerte que parecía mucho más dulce que sus vidas. Una excepción en el método fue Lucía, de 13 años, que se ahorcó en su casa de Murcia el año pasado. Sus compañeros le clavaban lápices en la espalda.
Necesitamos campañas nacionales, anuncios en televisión, una ley estatal. El último informe de Aldeas Infantiles SOS evidencia que ni siquiera hay datos muy fiables (un indicio de nuestra falta de interés). Según el Ministerio de Educación, el acoso en España es del 3,8%. Según PISA, del 6%; Save the Children habla del 9,3%, y Unicef, ya lo dije, del 10%. Yo creo que en realidad la incidencia debe de ser mayor. Las fundaciones ANAR y MM dicen que uno de cada tres niños ha visto situaciones de acoso en su clase, y un reciente trabajo de la Universidad Politécnica de Valencia establecía que el 24% de los alumnos lo habían sufrido en alguna ocasión. El informe Cisneros, un gran estudio de 2006, apuntaba un dato estremecedor: un 3,8% de los alumnos señalaban a los profesores como autores del maltrato que recibían. Veo pasar a los niños y a los adolescentes bajo mi ventana, cada uno arrastrando el secreto de su herida, de su terror o de su crueldad, y me pregunto: hasta cuándo vamos a permitir que suceda esto.
ROSA MONTERO, El País, 23 de
septiembre de 2018
LAS NUBES
Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas —tan fugitivas— permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el tiempo —en un momento de ventura— vemos que van pasado ya semanas, meses, años. Las nubes, sin embargo, que son siempre distintas en todo momento, todos los días van caminando por el cielo. Hay nubes redondas, henchidas de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos traslúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitos iguales o innumerables que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente. Algunas, de color de ceniza, cuando cubren todo el firmamento, dejan caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.
Las nubes, Azorín.
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