En esta entrada os paso un cuento, titulado La última promesa.
Espero que os guste.
Atentamente,
Alejandro Aguilar Bravo.
LA ÚLTIMA PROMESA
Manuel tenía cuarenta años y una madurez que no le nació de la edad, sino de la renuncia. Era el mayor de tres hermanos, y desde el día en que su padre murió —hace quince años— algo invisible se posó sobre sus hombros: la responsabilidad. No hubo rito para entregársela, ni palabras ceremoniosas. Solo una mirada de su madre, rota y en silencio, y la comprensión súbita de que, desde ese día, él ya no podía permitirse caer.
Aquel domingo, el cielo estaba cubierto de nubes quietas, como si el mundo contuviera la respiración. Manuel caminaba despacio hacia el cementerio con una carta doblada en el bolsillo interior de la chaqueta. Avanzaba como quien vuelve a un lugar sagrado. No era el cansancio lo que pesaba en sus pasos, sino la certeza de que estaba a punto de hacer algo que había postergado durante demasiado tiempo: hablar de verdad con su padre.
Cuando llegó ante la tumba, no pronunció palabra. No hizo falta. Se arrodilló, apoyó la carta sobre la piedra fría y, con un hilo de voz que apenas era sonido, murmuró:
—Esta vez voy a contártelo todo.
Y la carta decía:
Papá:
Han pasado quince años desde aquella última tarde en el hospital. A veces todavía escucho tu voz, cansada pero firme, diciéndome: “Cuida de tu madre y de tus hermanos… pero no te olvides de cuidarte tú también”. Te prometí que lo haría. Te lo prometí con los ojos llenos de lágrimas, creyendo —ingenuamente— que el tiempo me enseñaría a entenderlo.
Papá, cumplí la primera parte. He cuidado de mamá cuando ya no podía sostenerse, he estado junto a Inés en cada caída, y he sido apoyo para Daniel cuando quiso rendirse. Pero de la segunda parte… de esa parte que hablaba de mí, no supe cómo ocuparme.
Desde que te fuiste, la casa se quedó sin suelo firme. Mamá se rompía en silencio, e Inés y Daniel —los pequeños— no entendían por qué tú ya no abrías la puerta. Entonces alguien tenía que sostenerlos. Y sin que nadie lo dijera en voz alta… fui yo.
Dejé de ser hijo y empecé a ser sostén. Aprendí a medir la compra del mes como tú lo hacías, a revisar facturas, a calmar lágrimas que aún no sabía nombrar. Me convertí en apoyo, en hombro, en calma… aunque por dentro hubiera un niño que también quería llorar por su padre.
¿Sabes qué fue lo más difícil? No tener dónde derrumbarme. Cada vez que sentía que ya no podía más, me repetía: “Si papá estuviera, diría que siga”. Y seguía. No por valentía, sino por amor. Hay días en que he sentido que mi vida entera ha sido un intento torpe y hermoso de honrar la tuya.
No sé si lo hice bien, papá. Solo sé que cada vez que saco fuerza de donde no hay, pienso en ti. Y eso, de algún modo, me sostiene.
Hoy he venido para decirte que, aunque no estés, sigues siendo mi forma de medir el mundo. Que aún camino buscándote, como un niño que mira entre la gente en una plaza llena.
Quisiera creer que me ves. Y si es así, solo quiero saber una cosa: ¿estás orgulloso de mí?
Con todo lo que callé, con lo que aún tiembla,
Manuel.
Manuel dejó la carta sobre la tumba como quien entrega algo que arde. Permaneció allí un largo instante, con los ojos cerrados, y por primera vez en quince años no sintió que tenía que ser fuerte. Al marcharse, una extraña ligereza, pequeña pero real, lo acompañó.
Esa noche durmió profundamente, sin darse cuenta de que algo había cambiado.
Al amanecer, la luz entró por la ventana y se detuvo sobre su mesita de noche. Allí, reposando sobre la madera, había un sobre blanco. Simple. Sin adornos. Con una caligrafía firme que él reconoció al instante, como se reconoce una voz en mitad del ruido.
Con las manos temblorosas, lo abrió.
Hijo:
Donde otros cayeron, tú te mantuviste en pie.
Hiciste más que cuidarlos: les diste esperanza.
Te pedí que fueras fuerte, y lo fuiste.
Te pedí que no te olvidaras de ti…
—y es hora de que empieces a cumplir también esa parte.
Sí, Manuel. Lo hiciste bien.
Y ahora te toca vivir para ser feliz.
Manuel apoyó la carta sobre su pecho, cerró los ojos… y por primera vez desde que su padre se fue, sintió una quietud dulce, como si alguien —desde muy lejos— le hubiera acariciado el alma.
Alejandro Aguilar Bravo, La última promesa, 2025
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