Pascal se encontraba aquella noche en casa de su abuela. Estaba tirado en el viejo sofá del salón, viendo la televisión, cuando lo alcanzó, desde el pasillo, un resplandor intermitente. La luz del baño se había encendido sola… aunque parpadeaba con un zumbido extraño, como si estuviera a punto de fundirse.
Apartó la vista de la pantalla y frunció el ceño, extrañado. Su abuela llevaba rato durmiendo.
—¿Abuela? —llamó, sin incorporarse.
No obtuvo respuesta. Bajó el volumen del televisor. Los destellos blanquecinos seguían iluminando fugazmente las paredes del salón, bañando la estancia en una luz nerviosa y enfermiza.
—¿Abuela? ¿Estás ahí? —insistió.
Nada.
Pascal notó una punzada de inquietud. En el piso solo estaban ellos dos. Finalmente se levantó y se acercó a la puerta del salón. El televisor, ahora mudo, seguía lanzando sus propios destellos azules a sus espaldas.
El pasillo se abría largo y silencioso. Los destellos del viejo fluorescente del baño derramaban ráfagas de luz sobre las paredes cubiertas de retratos antiguos, que adquirían un aspecto fantasmagórico. El techo abovedado, de esas casas viejas de París, acentuaba aquella atmósfera extraña. Pascal sintió miedo, aunque jamás habría admitido algo así.
Apretó el interruptor del pasillo, pero las bombillas no reaccionaron. Tragó saliva. El corazón empezó a golpearle en el cuello.
Negándose a pensar demasiado, obligó a sus piernas a avanzar. Se acercó a la puerta entreabierta del baño mientras la luz continuaba lanzando fogonazos irregulares.
Se dijo que a la mañana siguiente se avergonzaría de haberse asustado por algo tan tonto.
Quizá.
Empujó la puerta. Esta se abrió del todo con un gemido agudo, que cesó cuando el picaporte chocó contra los azulejos. Pascal levantó la mirada hacia el fluorescente, que seguía parpadeando, como resistiéndose a morir.
El baño estaba vacío.
Silbando con falsa calma, alargó la mano para apagar la luz, pero esta no obedeció. El interruptor parecía muerto. La lámpara siguió parpadeando.
La falta de explicación empezó a arañarle la serenidad. Un ataque de pánico amenazó con subirle por el pecho, pero se lo tragó. A sus quince años, no podía permitirse comportarse como un crío.
Decidido a demostrar que no pasaba nada, entró del todo y giró lentamente sobre sí mismo, inspeccionándolo todo. Nada fuera de lugar. Aquello lo tranquilizó un poco.
Se encontró con su propio reflejo en el cristal de la ventana. Su silueta aparecía y desaparecía con cada parpadeo de la luz. Se acercó un poco más y distinguió sus hombros huesudos, su cuello estrecho, las mejillas delgadas. Sus ojos grisáceos, medio ocultos bajo el flequillo oscuro, tenían un brillo nuevo: miedo.
Apartó la mirada. Como hacía siempre ante cualquier obstáculo, la bajó al suelo, buscando refugio… pero no lo encontró. Así que volvió a alzar la vista.
Y entonces lo vio.
El espejo sobre el lavabo se estaba empañando. Por completo. Como si alguien acabara de darse una ducha con agua ardiendo.
Pero nadie lo había hecho.
Pascal se dio la vuelta, con el estómago encogido, y se acercó al lavabo. La superficie del cristal estaba ya cubierta por una capa de vaho… y fue entonces cuando ocurrió.
Sin prisa, con una lentitud casi solemne, cinco líneas temblorosas comenzaron a dibujarse sobre el espejo.
Como trazadas por los dedos de una mano invisible.
Pascal, paralizado, observó cómo aquellas líneas descendían, dejando surcos en el vaho, como si alguien al otro lado del espejo estuviera tocando el cristal.
Sintió el impulso de acercarse para ver su reflejo.
Pero cuando lo hizo…
No se vio a sí mismo.
DAVID LOZANO, La puerta oscura. El viajero, ed. SM (texto adaptado)
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