4 de marzo de 2025

OPOELITERARIA. COMENTARIO DE TEXTO POÉTICO 4. SONETO "QUIEN DICE QUE LA AUSENCIA CAUSA OLVIDO", DE JUAN BOSCÁN.

Estimados Poeliteratos:

En esta entrada os paso el comentario del soneto de Juan Boscán, Quien dice que la ausencia causa olvido. Espero que os sea de ayuda. 
Atentamente, 
Alejandro Aguilar Bravo. 



COMENTARIO POÉTICO 4

Quien dice que la ausencia causa olvido
merece ser de todos olvidado.
El verdadero y firme enamorado
está, cuando está ausente, más perdido.

Aviva la memoria su sentido;
la soledad levanta su cuidado;
hallarse de su bien tan apartado
hace su desear más encendido.

No sanan las heridas en él dadas,
aunque cese el mirar que las causó,
si quedan en el alma confirmadas,

que si uno está con muchas cuchilladas,
porque huya de quien lo acuchilló
no por eso serán mejor curadas.

Nos encontramos ante un soneto de JUAN BOSCÁN ALMOGÁVER, figura capital del primer Renacimiento hispánico por su papel en la recepción de las formas italianas —el endecasílabo, el soneto, la canción petrarquista— dentro de la lírica en castellano. En sintonía con el horizonte cultural humanista y con la amistad literaria que lo unió a GARCILASO DE LA VEGA, BOSCÁN ensaya una dicción equilibrada, sobria y conceptualmente orientada, que busca aunar naturalidad expresiva y disciplina formal. El poema se inserta, por tanto, en la línea neoplatónica y petrarquista que concibe el amor como experiencia totalizante y, a la vez, como proceso interior de conocimiento y de prueba ética. En este marco, la ausencia no equivale a apagamiento afectivo, sino a intensificación de la conciencia: el amante se mide con el deseo, la memoria y el dolor como vías de confirmación de la verdad amorosa. La pieza participa así del código renacentista que valora el amor constante, el decoro retórico y la claridad argumentativa, dentro de una arquitectura métrica clásica que en España se estaba consolidando precisamente con Boscán.

En cuanto al resumen del poema, esta composición se articula como una refutación de un tópico social: quien sostiene que la ausencia trae necesariamente el olvido merece, paradójicamente, ser olvidado por todos; la sentencia inicial plantea, con énfasis proverbial, un juicio de valor que desautoriza a los defensores de esa máxima. A renglón seguido, el yo poético afirma que el enamorado verdadero, cuando no está en presencia del objeto amado, se halla “más perdido”, es decir, más radicalmente afectado por la pasión. La distancia aviva la memoria, que se vuelve más alerta; la soledad incrementa el cuidado (entendido como desvelo amoroso); y la separación del bien deseado hace que el apetito aumente en intensidad. En los tercetos, una imagen contundente reordena el argumento: las heridas del amor no sanan con el cese de la mirada que las produjo; si han quedado “confirmadas” en el alma, su perduración es independiente de la presencia física. La comparación final —el herido de cuchilladas que huye del agresor sin por ello sanar— subraya que el remedio buscado en la distancia es ineficaz: el mal es interior y, por ello, permanente.

Por lo tanto, el tema principal de esta composición es  el amor constante más allá de la ausencia. Con ello, el poema combate un lugar común vitalista —la distracción del deseo por sustitución o por simple alejamiento— y afirma una ética de la constancia: el amor auténtico se verifica no en la saciedad de la presencia, sino en la prueba de la carencia. La memoria, la soledad y el deseo no se muestran aquí como fuerzas desactivadoras, sino como motores de una experiencia amorosa que se interioriza hasta hacerse habitus del alma. El texto, así, reubica el amor en el plano de lo ontológico antes que en el puramente fenomenológico: no depende de las circunstancias exteriores, sino de la verdad que lo funda.

En relación con la estructura interna del soneto, la composición presenta una estructura argumentativa rigurosa que aprovecha la disposición clásica del soneto. 
  • En el primer cuarteto, el poeta formula la tesis negativa: desautoriza la creencia de que la ausencia ocasiona olvido, y lo hace con un giro de cariz aforístico (“quien dice… merece…”), que dota al inicio de autoridad moral. 
  • El segundo cuarteto desarrolla la contratesis mediante tres movimientos causales: memoria que se aviva, soledad que incrementa el cuidado, distancia que enciende el deseo. Esta tríada, de progresión lógica y afectiva, convierte la ausencia en principio de intensificación. 
  • Los tercetos funcionan como confirmación ejemplar por vía de símil e imagen médica-bélica: se compara el estado del amante con el de un herido cuya curación no depende de alejarse del agresor; del mismo modo, la cesación del “mirar” —metonimia de la presencia— no suprime un daño ya “confirmado” en el alma. 
La estructura transita de la refutación a la demostración y concluye en una parábola que fija sensiblemente el argumento. Esta organización confiere al texto coherencia, claridad y clausura persuasiva, a la vez que integra pensamiento y emoción.

En cuanto a las funciones del lenguaje presentes en el poema, predomina la función poética, manifiesta en la ordenación rítmica, en la selección léxica y en la elaboración de imágenes que no sólo embellecen, sino que piensan la experiencia afectiva. Junto a ella, la función apelativa adquiere relieve desde el verso inaugural: la forma impersonal y gnómica (“quien dice…”) configura un auditorio implícito al que el yo lírico interpela y pretende convencer. Hay, asimismo, una sostenida función expresiva: el poema traduce la vivencia del amante, su pérdida, su desvelo y su herida, sin caer en la confesión desbordada; por el contrario, el discurso mantiene la mesura renacentista, de modo que la emoción se tramita a través de un razonamiento transparente. Esta conjunción de funciones posibilita un tono ético-argumentativo: el poema no sólo muestra un estado de alma, sino que enseña una verdad amorosa, y lo hace con una retórica de la evidencia que descansa en máximas, encadenamientos causales e imágenes de alto rendimiento conceptual.

A continuación se iniciará el análisis del comentario literario de esta composición poética de JUAN BOSCÁN. Para ello se seguirá el esquema de comentario elaborado por MARCOS MARÍN en su obra Comentario de textos: metodología y práctica. Atendiendo al mencionado comentarista, todo comentario de textos literarios debe comprender una serie de niveles:
  • Plano fónico
  • Plano morfosintáctico.
  • Plano léxico-semántico

En relación con el plano fónico, y más concretamente con el vocalismo, el poema presenta una predominancia de las vocales abiertas /a/ y /o/, lo que otorga una sonoridad grave, reposada y firme, acorde con la serenidad reflexiva y la firmeza interior del amante que defiende su postura. La /a/, presente en palabras clave como “amada”, “apartado”, “sanar”, “cuchilladas”, aporta una amplitud sonora que sugiere plenitud emocional, apertura del sentimiento y persistencia. La /o/, en “olvido”, “todos”, “verdadero”, “perdido”, “dolor”, añade una coloración profunda y melancólica, reforzando la gravedad del tono moral del poema. Las vocales cerradas /i/ y /e/ actúan como contrapunto, dando musicalidad y continuidad rítmica. Su alternancia con las abiertas genera una armonía equilibrada típica del ideal renacentista de proporción y mesura, donde la emoción no se desborda, sino que se contiene en una forma clara y ordenada. Este equilibrio fónico refleja simbólicamente el control de la pasión: el yo lírico no se abandona al dolor, sino que lo racionaliza y lo transforma en argumento. La música del poema, grave y templada, traduce la madurez del sentimiento.

Por lo que respecta al consonantismo dentro de este mismo plano fónico, el consonantismo del soneto es predominantemente suave y fluido, dominado por líquidas (l, r) y nasales (m, n), sonidos que contribuyen a una entonación melódica y serena. Las líquidas aparecen en vocablos esenciales —“olvido”, “perdido”, “memoria”, “soledad”, “heridas”— y confieren una sensación de continuidad y fluir, vinculada al movimiento interno del pensamiento amoroso que se mantiene constante, nunca interrumpido. 

Las nasales, por su parte, intensifican la sensación de intimidad y recogimiento: el amante habla desde su interioridad, no desde la exterioridad del grito. 

Destacable es el empleo de las dentales, oclusivas o fricativas, sordas y sonora /T/ y /D/, presentes a lo largo de toda la composición (olvido, olvidado, enamorado, perdido, sentido, cuidado, apartado, encendido, dadas, confirmadas, cuchilladas y curadas), fonemas que hacen alusión al dolor provocado por  las cuchilladas que siente el yo poético por la ausencia del ser querido, que, además, se observa en el empleo de las palatales, africadas (cuchilladas, acuchillo, huya). 

Se aprecian también oclusivas sordas (p, t, k) en momentos de afirmación categórica, como en “merece ser de todos olvidado” o “porque huya de quien lo acuchilló”. Estas consonantes duras interrumpen brevemente la fluidez sonora para subrayar la lógica del razonamiento: el pensamiento se detiene, razona y reafirma.

En relación con la métrica y la rima, el poema sigue con precisión la forma del soneto clásico italiano, compuesto por catorce versos endecasílabos con rima consonante y esquema ABBA ABBA CDC DCD. Endecasílabos heroicos y sáficos predominan: los heroicos (acentuados en 6.ª y 10.ª sílaba) imprimen energía y solemnidad; los sáficos (acentos en 4.ª, 8.ª y 10.ª) aportan dulzura y equilibrio. Esta alternancia de modalidades métricas contribuye al diálogo entre razón y emoción: los heroicos dominan en los cuartetos, donde el poeta expone su tesis con firmeza racional; los sáficos emergen en los tercetos, donde se despliega la comparación sensible de la herida, más lírica y emotiva. La rima consonante en -ido / -ado en los cuartetos establece un paralelismo fónico entre los conceptos de olvido, perdido, apartado, encendido, todos relacionados con la pérdida y la constancia: el eco entre las terminaciones simboliza que los contrarios —olvido y amor constante— están sonoramente ligados, como si la forma reforzara la tesis de que la distancia no rompe el vínculo.

En cuanto al ritmo, a las pausas y al encabalgamiento como componentes fónicos y rítmicos, el soneto presenta un ritmo fundamentalmente pausado, con predominio de versos oracionales completos. Ello contribuye al tono sentencioso y didáctico del discurso. La sintaxis tiende al equilibrio bimembre, propia del estilo renacentista que busca la claridad racional. Sin embargo, en el segundo cuarteto y en los tercetos se aprecian ligeros encabalgamientos suaves, como en: “hallarse de su bien tan apartado / hace su desear más encendido.” Aquí, la continuidad sintáctica entre verso y verso rompe momentáneamente la rigidez del metro y sugiere el movimiento interior del deseo, que desborda el orden racional sin destruirlo. Este encabalgamiento es, por tanto, expresivo del conflicto entre control y pasión, eje temático del poema. Las pausas versales refuerzan la estructura lógica: cada verso se cierra con una idea completa o un miembro sintáctico relevante. El encabalgamiento final (“porque huya de quien lo acuchilló / no por eso serán mejor curadas”) intensifica el razonamiento: el pensamiento fluye sin detención, reflejando la inevitabilidad del sentimiento, que continúa más allá de la pausa métrica.

Finalmente, en lo que concierne a la entonación y al tono discursivo dentro del plano fónico, el tono global del poema es de afirmación argumentativa. Los tonemas descendentes dominan los finales de verso, contribuyendo a la sensación de clausura reflexiva. La cadencia descendente expresa certeza, autoridad y serenidad, como corresponde a una voz moral que enuncia una verdad universal. Los prosodemas (entonaciones afectivas) acompañan el tránsito entre la indignación inicial (“Quien dice que la ausencia causa olvido / merece ser de todos olvidado”) y la melancólica lucidez final. En los primeros versos, la elevación tonal subraya la refutación del tópico; en los tercetos, el tono se hace más grave y meditativo, como si la voz descendiera hacia la interiorización del dolor. Este recorrido entonativo —de la refutación al reconocimiento— reproduce, en clave fónica, el movimiento del alma enamorada que pasa del juicio racional a la aceptación serena del sufrimiento. El tono equilibrado, de mesurada emoción, es plenamente renacentista: no hay lamento desbordado, sino una música de pensamiento.

A continuación se pasará al estudio del nivel morfosintáctico. Para ello, se iniciará el estudio de los principales categorías gramaticales para pasar al comentario del plano sintáctico. 

En cuanto a la morfología nominal,  el poema se apoya de manera muy marcada en sustantivos abstractos: “ausencia”, “olvido”, “memoria”, “soledad”, “cuidado”, “bien”, “desear” (empleado como nombre de acción o tendencia), “heridas”, “alma”. Esta preferencia por el nombre abstracto es típicamente renacentista, porque permite elevar la experiencia particular a una formulación universal y reflexiva. No se habla de una persona concreta (“mi amada”), sino de categorías afectivas casi filosóficas. Eso convierte al poema en una reflexión generalizable sobre el amor, y no en una anécdota sentimental. Muchos de esos sustantivos abstractos presentan sufijos de formación culta -encia (“ausencia”), -ido / -ido>olvido (participio lexicalizado como nombre de efecto), -or (“cuidado”, entendido como desvelo, desasosiego amoroso), o bien se corresponden con nombres de cualidad espiritual profunda (“alma”). Esta morfología nominal culta da al texto un tinte conceptual, doctrinal: no se trata de desahogo lírico, sino de una pequeña teoría del amor constante. Junto a estos, aparecen también sustantivos de campo físico / corporal / violento en los tercetos: “heridas”, “cuchilladas”. Estos nombres son concretos, materiales, sensoriales. Su entrada en el poema supone un descenso de lo abstracto a lo corpóreo. Morfológicamente son nombres contables, materiales, muy visuales. Ese viraje nominal tiene función retórica: lo que hasta entonces se presentaba en términos espirituales (memoria, alma, deseo) se reescribe en el plano carnal. El alma herida se nombra con la misma morfología que una carne herida. Observemos además la presencia de sustantivos de valor ético o axiológico como “bien”. Ese “bien” no es simplemente una cosa buena, sino el objeto amado elevado a categoría moral, casi platónica. La elección del sustantivo común en lugar de un antropónimo o un apelativo amoroso concreto refuerza la abstracción idealizante: la persona amada es transfigurada en “bien”, en perfección. En resumen, la morfología nominal oscila entre dos polos: el polo abstracto, de raíz culta o espiritual (“memoria”, “soledad”, “alma”), que sitúa el amor en el interior, en lo permanente; el polo físico (“heridas”, “cuchilladas”), que traduce ese dolor íntimo en imagen corporal. Esta doble serie nominal permite a Boscán sostener una idea fundamental del poema: la herida amorosa es interior, pero tan real como una herida física.

Por lo que se refiere a la morfología verbal, hay varios rasgos que conviene subrayar. En primer lugar, la presencia del presente de indicativo (“dice”, “causa”, “merece”, “está”, “aviva”, “levanta”, “hace”, “no sanan”, “cese”, “quedan”, “huya”, “serán”, “acuchilló”), que dota al discurso de una validez intemporal. El presente en Boscán no es anecdótico ni narrativo, sino gnómico: expone verdades permanentes del amor. Esto es coherente con la voluntad doctrinal del poema: la constancia amorosa se presenta como ley universal, no como episodio. En segundo lugar, conviven formas personales y no personales. Las formas personales marcan sujeto y responsabilidad (“el verdadero enamorado está…”, “la soledad levanta…”), mientras que las no personales (participios y gerundios latentes en la construcción, como “apartado”, “encendido”, “confirmadas”, “dadas”, “acuchilló” en su valor perfectivo) aparecen para describir estados fijados, resultados que perduran. Muy importante es el uso del participio pasado con valor de estado duradero:“olvidado”, “perdido”, “apartado”, “encendido” (participio adjetival que indica intensificación progresiva del deseo), “confirmadas”, “dadas”, “acuchilló” como acción previa cerrada que deja una marca.

Esta insistencia en participios que significan resultado ya fijado tiene un peso ideológico dentro del poema. El participio convierte la acción en huella estable. Decir “quedan en el alma confirmadas” significa: lo que fue herida ya no es proceso, sino estado sellado. Morfológicamente, el participio funciona como puente entre el verbo (dinámico) y el adjetivo (estático). Temáticamente, ese puente sirve para sostener la gran idea final: el dolor de amor deja una marca que no desaparece ni con la ausencia física de quien causó el daño. También debemos notar la alternancia entre formas simples (“causa”, “aviva”, “levanta”) y perífrasis semánticas implícitas de causatividad (“hace su desear más encendido”). En “hace su desear más encendido”, el verbo “hacer” actúa como operador causativo que intensifica un estado interno. Esa construcción refuerza la idea de que la ausencia no es pasiva, sino activa: la distancia no enfría, sino que “hace” arder más el deseo. Morfológicamente, el uso de “hacer + sustantivo verbal (‘su desear’) + atributo intensificado (‘más encendido’)” convierte el deseo en algo susceptible de graduación y manipulación. Es una forma de objetivar el proceso emocional. Por último, hay verbos que remiten al campo de la percepción (“mirar”, “causó”), ligados a la poética amorosa renacentista, donde la vista es vía de herida amorosa. Aquí, sin embargo, esa acción visual está ya en pasado (“cese el mirar que las causó”): la mirada ya no actúa, pero su efecto persiste. Morfológicamente, se crea una tensión: el pretérito perfecto simple (“causó”, “acuchilló”) ha terminado, pero sus consecuencias siguen formuladas en presente (“no sanan”, “quedan confirmadas”). El contraste temporal apoya la tesis de la permanencia del daño amoroso.

Respecto a la morfología adjetival, el poema hace un uso muy expresivo del adjetivo, sobre todo del adjetivo calificativo relacional y del participio adjetival. En primer lugar, destaca la construcción “el verdadero y firme enamorado”. Aquí tenemos dos adjetivos —“verdadero” y “firme”— que cumplen una función definitoria, casi ética. No es simplemente “el enamorado”, sino “el verdadero y firme enamorado”. Morfológicamente, son adjetivos calificativos que se cargan de valor moral: ser “verdadero” implica autenticidad emocional; ser “firme” implica constancia. Esta pareja adjetival construye el ideal renacentista de amante constante, digno, estable. El participio pasado usado como adjetivo (“olvidado”, “perdido”, “apartado”, “encendido”, “confirmadas”, “dadas”, “acuchilló” → “acuchillado” implícito en las “cuchilladas”) es muy frecuente. Su función es describir un estado fijo, casi irreversible. Semánticamente, ese recurso convierte al sujeto amoroso en un ser marcado, herido, fijado por el amor. Morfológicamente, refuerza la idea de detención en una condición de dolor: el amante queda “perdido”, “apartado”, “herido”, “confirmado” en su herida. La adjetivación por participio solidifica el sufrimiento. Aparece también el adjetivo comparativo “más encendido”. La gradación “más + participio/adjetivo” introduce un matiz importante: la pasión no solo persiste, sino que crece. A nivel morfológico, la forma comparativa cuantifica el ardor amoroso. Su presencia desmonta de manera directa el tópico que el poema combate (“la ausencia enfría”): no enfría, sino “más encendido”. En general, la morfología adjetival cumple dos misiones: Definir el modelo ético de amante (“verdadero”, “firme”). Fijar el estado existencial del amante (“perdido”, “apartado”, “herido”) como algo estable, no pasajero.

En el plano adverbial, conviene fijarse en dos fenómenos. Por un lado, el uso de adverbios de intensidad y cantidad, como “más” (“más perdido”, “más encendido”), que marcan el grado creciente del sufrimiento y el deseo. La morfología comparativa del adverbio intensificador es decisiva para el argumento del poema: no basta con decir “perdido” o “encendido”; se dice “más perdido”, “más encendido”. Ese “más” convierte la ausencia en motor de aumento. El adverbio, por tanto, no es accesorio: es el núcleo retórico que demuestra que la distancia no disminuye la pasión, sino que la exacerba. Por otro lado, aparecen adverbios y locuciones adverbiales con valor lógico-discursivo, como “no por eso”, que introduce una relación argumentativa de refutación en los tercetos: “porque huya de quien lo acuchilló / no por eso serán mejor curadas”. Ese “no por eso” tiene un valor casi filosófico, porque desmonta una deducción aparente: huir de la causa no implica sanar del efecto. Desde el punto de vista morfológico, estamos ante una locución adverbial negativa (“no por eso”) que introduce una contraargumentación. Boscán utiliza así la morfología adverbial para sostener la línea lógica del razonamiento final. También resultan significativos los adverbios de modo implícitos en las formas en -mente que, aunque no aparezcan aquí desarrolladas (“firmemente”, “verdaderamente”…), quedan sugeridos en el encadenamiento de cualidades (“verdadero y firme”). El soneto podría haber verbalizado esas cualidades mediante adverbios en -mente (“ama verdaderamente”, “permanece firmemente”), pero deliberadamente no lo hace: prefiere fijarlas en el sustantivo-ideal “el verdadero y firme enamorado”, lo que revela una preferencia por la sustantivación moral antes que por la verbalización circunstancial del modo. Ese desplazamiento del adverbio hacia la adjetivación fija refuerza la idea de identidad estable, no de comportamiento momentáneo.

En lo que respecta a la morfología pronominal, hay varios puntos clave. Primero, la presencia de construcciones con relativo (“Quien dice…”). Ese “quien” no es un pronombre relativo concreto referido a un antecedente expreso, sino un relativo de valor generalizador con antecedente implícito universal (“cualquiera que…”). Morfológicamente, es un pronombre que no remite a un individuo sino a un tipo humano. Esto confiere al poema un aire normativo: se está estableciendo una ley general del comportamiento amoroso. Segundo, aparecen posesivos de tercera persona (“su sentido”, “su cuidado”, “su desear”), donde el posesivo “su” no remite a la amada, sino al propio enamorado. Es decir, el amante se desdobla: su memoria “aviva su sentido”, su soledad “levanta su cuidado”, hallarse apartado “hace su desear”. El uso de “su” crea una interioridad autorreferencial cerrada, donde todo se produce dentro del amante. En términos temáticos: la amada puede estar ausente, pero el sistema afectivo del amante es autónomo, autosuficiente, y sigue generando deseo por sí mismo. En términos morfológicos: la cadena de posesivos refuerza la interiorización del proceso amoroso. Tercero, hallamos pronombres reflexivos y dativos de interés implícitos en formulaciones como “hallarse de su bien tan apartado”. El verbo pronominal “hallarse” indica una percepción interior de la posición existencial: no es simplemente “estar apartado”, sino “hallarse apartado”. Morfológicamente, el uso pronominal refuerza la subjetividad del estado: es el amante quien se siente, se percibe, se vive apartado de su bien. Esta autorreferencia íntima es esencial, porque el poema insiste en que el amor verdadero se verifica en la conciencia del amante, no en la presencia efectiva del amado. Por último, el empleo de pronombres relativos en estructuras causales y condicionales (“de quien lo acuchilló”) permite mantener la densidad lógica del razonamiento sin explicitar personas concretas. Ese “quien” vuelve a funcionar como agente genérico, manteniendo el poema en la esfera de lo ejemplar y evitando nombres propios. La morfología pronominal elude lo anecdótico y protege el tono universal.

En cuanto a las figuras del plano morfológico, podemos señalar varias figuras relevantes: Abstractización morfológica mediante sufijos cultos: la abundancia de nombres abstractos terminados en -encia (“ausencia”), -idad / -edad implícitas en la serie conceptual del cuidado y la soledad, o formaciones nominales derivadas de verbos (“olvido” del verbo “olvidar”, “cuidado” de “cuidar”, “deseo / desear”), muestra un proceso sistemático de nominalización. Esta nominalización convierte procesos psíquicos en entidades casi objetivas y manipulables. Es una figura morfológica que tiende a la doctrinalización del sentimiento. Adjetivación por participio: participios pasados (“olvidado”, “perdido”, “apartado”, “encendido”, “confirmadas”, “dadas”) que funcionan como adjetivos, fijando estados. Esta es una figura morfológica de gran peso retórico porque congela en forma adjetival lo que originalmente es acción verbal. Dicho de otra forma: la herida del amor deja de ser “acto” y pasa a ser “condición”. Esa fijación es exactamente la tesis del poema: el daño amoroso persiste. Comparación intensificadora mediante morfemas gradativos (“más”): el empleo repetido de estructuras comparativas (“más perdido”, “más encendido”) es una forma de gradación morfológica que tiene valor argumentativo. La gradación no es sólo sintáctica o semántica; es también morfológica, porque se apoya en el morfema comparativo “más” para escalar la intensidad emocional. Personificación gramatical a través de la morfología nominal: sustantivos abstractos como “memoria” o “soledad” aparecen como sujetos gramaticales agentes (“la soledad levanta su cuidado”). Esta atribución de función verbal a entes abstractos es una figura de personificación que nace de la morfología: se le da entidad nominal a lo que sería una cualidad anímica, y luego se le hace actuar como sujeto lógico. El efecto es que las facultades internas del amante se comportan como “personajes” dentro de su interior. Eso refuerza la idea de que el conflicto amoroso ocurre dentro del alma. Sustantivación ética del amante: la expresión “el verdadero y firme enamorado” es una construcción en la que dos adjetivos valorativos (“verdadero”, “firme”) se fijan sobre el sustantivo “enamorado”, que deja de ser una mera condición sentimental y pasa a ser casi un título moral. Esta operación es relevante porque convierte una condición psicológica (estar enamorado) en una identidad ética establecida morfológicamente por el artículo determinado (“el”) y la adjetivación axiológica. En conjunto, estas figuras morfológicas no son ornamentales; son estructurales. La morfología en Boscán no sólo nombra las cosas: las clasifica éticamente (“verdadero y firme”), las gradúa afectivamente (“más encendido”), las objetiva como conceptos (“ausencia”, “memoria”, “soledad”), y las fija como estados irreversibles (“confirmadas”, “dadas”). Todo esto apunta a la misma idea que vertebra el poema: el amor auténtico no se disuelve con la distancia, sino que se interioriza, se solidifica y permanece como marca constitutiva del amante.

Dentro del plano sintáctico, el soneto de Boscán presenta una sintaxis de notable claridad y equilibrio, que responde plenamente al ideal renacentista de orden, proporción y transparencia. El poeta razona su experiencia amorosa mediante una estructura gramatical rigurosa, donde cada oración funciona como un eslabón lógico en la exposición de una tesis: la ausencia no causa el olvido, sino que, por el contrario, aviva la pasión y perpetúa la herida del amor. El desarrollo sintáctico, por tanto, no se limita a vehicular el sentido, sino que encarna en su propia arquitectura la racionalización del sentimiento, convirtiendo la emoción en pensamiento ordenado.

Por lo que respecta a la primera oración, la primera oración —«Quien dice que la ausencia causa olvido merece ser de todos olvidado»— se presenta como una construcción compleja de carácter sentencioso. La subordinada de relativo con antecedente implícito (“quien dice que la ausencia causa olvido”) cumple la función de sujeto de la oración principal (“merece ser de todos olvidado”). Esta estructura gnómica, propia de los proverbios y de las máximas morales, confiere al verso un tono de universalidad. El yo poético transforma así la vivencia amorosa en norma ética. El empleo del pronombre indefinido “quien” sitúa la afirmación fuera del ámbito personal y la eleva al rango de verdad general, mientras que la pasiva perifrástica “ser de todos olvidado” introduce un eco de justicia poética: el olvido recae sobre quien lo predica. La sintaxis condensa, por tanto, una ley moral: la constancia en el amor es el fundamento del merecimiento, y la infidelidad, su castigo. Con esta primera oración, el poema se abre no en tono elegíaco o emocional, sino en el tono severo y razonador de una lección ética.

En cuanto a la segunda oración, esta—«El verdadero y firme enamorado está, cuando está ausente, más perdido»— complementa la anterior, desplazando el foco desde la censura moral al retrato positivo del amante ideal. La estructura copulativa (“está más perdido”) define un estado de ser más que una acción pasajera, y la subordinada temporal intercalada (“cuando está ausente”) especifica el momento en que ese estado alcanza su máxima intensidad. La disposición de la cláusula temporal entre pausas (“está, cuando está ausente, más perdido”) no es indiferente: el inciso, abrazado por comas, reproduce simbólicamente la idea de que la ausencia está contenida en el interior del ser del amante, como una circunstancia inseparable de su identidad. La cópula “estar”, de valor existencial, fija la condición anímica del sujeto, mientras que el atributo comparativo “más perdido” expresa la magnitud del extravío espiritual. Todo el verso se sostiene sobre un equilibrio entre racionalidad y pathos: la sintaxis ordenada encierra la paradoja de un sujeto que, al perder la presencia del amado, se pierde a sí mismo, pero lo hace dentro de una forma gramatical serena, disciplinada. Esa armonía entre forma y emoción es signo de la mesura renacentista.

El segundo cuarteto desarrolla el razonamiento mediante un largo período asindético que encadena tres proposiciones principales: «Aviva la memoria su sentido; la soledad levanta su cuidado; hallarse de su bien tan apartado hace su desear más encendido». La repetición del mismo esquema sintáctico —sujeto abstracto + verbo transitivo o causativo + complemento posesivo— genera un efecto de paralelismo lógico y rítmico. Cada oración formula una causa que explica la persistencia del amor: la memoria intensifica el recuerdo, la soledad estimula la preocupación y la distancia enciende el deseo. La sintaxis, de una limpidez casi geométrica, imita el proceder del pensamiento analítico. Las tres proposiciones están separadas por punto y coma, no por conjunciones, lo que acentúa la autonomía de cada idea y, a la vez, su conexión interna en una secuencia progresiva. Boscán personifica gramaticalmente las facultades interiores del amante —la memoria, la soledad, el deseo— al colocarlas en posición de sujeto. Estas abstracciones actúan como fuerzas dinámicas que producen efectos visibles sobre el ánimo. La regularidad de la estructura sintáctica encarna el dominio de la razón sobre la pasión, pero el contenido de cada proposición muestra que, en el fondo, la pasión crece. La sintaxis, por tanto, representa el conflicto esencial del poema: el amor que arde bajo la forma del pensamiento sereno.

En lo que concierne a los tercetos, estos introducen un cambio de tono y de complejidad sintáctica. El razonamiento se condensa en una oración extensa, articulada por múltiples subordinadas de valor concesivo, condicional, causal y consecutivo: «No sanan las heridas en él dadas, aunque cese el mirar que las causó, si quedan en el alma confirmadas, que si uno está con muchas cuchilladas, porque huya de quien lo acuchilló, no por eso serán mejor curadas». Esta oración encadena, como un razonamiento jurídico, todas las posibles objeciones y sus refutaciones. La principal (“no sanan las heridas en él dadas”) establece la afirmación nuclear: las heridas de amor no se curan. A ella se añaden subordinadas que especifican y justifican la tesis: la concesiva (“aunque cese el mirar que las causó”) refuta la idea de que la ausencia del ser amado pueda traer alivio; la condicional (“si quedan en el alma confirmadas”) delimita la causa de la persistencia —la interiorización del daño—; y el conjunto final, introducido por “que”, despliega una comparación ejemplar mediante una nueva condicional (“si uno está con muchas cuchilladas”) y una causal concesiva (“porque huya de quien lo acuchilló”). La oración concluye con la consecutiva negativa “no por eso serán mejor curadas”, que cierra el silogismo con tono rotundo. La maraña de subordinadas crea un ritmo de argumentación ininterrumpida, donde cada cláusula parece anticipar y refutar un posible contraargumento. Boscán construye así una sintaxis de la inevitabilidad: no hay subordinada que no refuerce la imposibilidad de sanar, no hay condición que no conduzca a la misma conclusión. Los verbos en subjuntivo (“cese”, “queden”, “huya”) expresan hipótesis que se frustran una tras otra, acentuando la certeza del enunciado principal. La gramática entera del período, con su red de condicionales y concesivas, reproduce el movimiento del pensamiento que se enfrenta a todas las alternativas para demostrar que ninguna altera el resultado final: el amor deja heridas que la ausencia no cura.

Por lo que respecta a la valoración global de la sintaxis, esta estructura compleja contrasta con la sobriedad de los cuartetos. Mientras que las primeras estrofas presentaban oraciones claras y paralelas, los tercetos despliegan una sintaxis laberíntica, pero no desordenada: el encadenamiento de subordinadas produce un efecto de hondura reflexiva y de inevitable clausura lógica. La lengua se vuelve aquí un instrumento de pensamiento moral. A través de la gramática, el yo poético demuestra que el amor verdadero se funda en la permanencia del vínculo, incluso cuando la razón y la distancia parecen querer disolverlo.

Por lo tanto, la sintaxis del poema traza una progresión argumentativa que reproduce el itinerario espiritual del amante. El primer cuarteto formula la ley moral del amor constante; el segundo, la definición psicológica del enamorado fiel; el tercero, la demostración racional de por qué la ausencia intensifica el deseo; y los tercetos, la verificación trágica de que ni el tiempo ni la separación curan la herida. Cada tipo de oración —sentenciosa, copulativa, paralelística, compleja— corresponde a un grado distinto del pensamiento amoroso. La sintaxis, así, no sólo organiza el discurso, sino que simboliza el orden interior del amante: su capacidad de contener el dolor dentro de una forma racional. En última instancia, el poema de Boscán es una lección de equilibrio entre sentimiento y pensamiento, entre emoción y lógica. Su sintaxis no estalla en exclamaciones ni se fragmenta en impulsos: se despliega como una arquitectura moral, sólida y medida, donde cada proposición descansa sobre la anterior. En esa claridad gramatical reside la verdadera expresión de la firmeza del amor: un amor que, aun herido y ausente, mantiene su estructura intacta, como la sintaxis misma del soneto.

En cuanto al NIVEL LÉXICO SEMÁNTICO, el eje léxico del poema se articula en torno a una palabra que vertebra su sentido: ausencia. Desde su aparición en el primer verso, se erige como centro semántico y conceptual de toda la composición. En ella se condensa el conflicto amoroso fundamental del soneto: la distancia entre los amantes y sus efectos sobre el sentimiento. Sin embargo, el yo poético no acepta el valor habitual del término. Frente a la tradición que asocia la ausencia con el enfriamiento del amor, el poeta realiza un proceso de inversión semántica: la ausencia, lejos de provocar el olvido, lo impide. Es precisamente en la falta donde el amor encuentra su confirmación. La palabra, que en principio designa vacío y carencia, se transforma así en presencia espiritual, en espacio interior donde el amante se reconoce más intensamente en su amor. Esta resemantización constituye la clave del poema: la ausencia deja de ser una circunstancia temporal para convertirse en una condición ontológica del amor verdadero.

En relación con las palabras testigo, en torno a esta palabra clave gravita una constelación de palabras testigo que refuerzan, amplían o contraponen su significado. La primera y más evidente es olvido, que representa la idea común que el poeta se propone refutar. Junto a ella aparece memoria, su antónimo moral, el instrumento del amor constante que mantiene viva la presencia del ausente. Ambas, unidas en tensión dialéctica, constituyen el eje semántico sobre el que se edifica la primera parte del poema: a la ausencia —causa aparente del olvido— se opone la memoria, que actúa como remedio contra él. Otras palabras testigo, como soledad, cuidado y deseo, amplían esta red léxica y trazan el itinerario afectivo del amante. La soledad no destruye el sentimiento, sino que lo enciende; el cuidado, entendido como desvelo amoroso, eleva la preocupación a virtud; y el deseo, lejos de extinguirse, se muestra “más encendido”. En la segunda parte del poema, los términos cambian de registro: heridas, mirar, cuchilladas y alma trasladan la reflexión al ámbito de la corporalidad simbólica. El amor se concibe como herida indeleble, y el alma como el lugar donde esa herida permanece confirmada. Cada una de estas palabras testigo cumple una función precisa en el razonamiento: la memoria combate el olvido, la soledad refuerza la constancia, el deseo sostiene el vínculo, y la herida lo inmortaliza.

Por lo que concierne a los campos semánticos y asociativos, el vocabulario del soneto se organiza, además, en varios campos semánticos que se entrelazan en perfecta coherencia. El primero de ellos es el campo del amor y la fidelidad, en el que destacan términos como enamorado, verdadero, firme y bien. Este conjunto léxico define la dimensión ética del sentimiento. El amor se convierte en una virtud moral, y el amante, en un sujeto de firmeza interior. El segundo campo es el de la interioridad y el recuerdo, formado por palabras como memoria, alma, soledad y cuidado. Este campo semántico encierra el aspecto introspectivo del amor: la experiencia no se vive ya en el exterior, sino en la conciencia. Por último, el campo del dolor y la herida introduce la materialidad simbólica del sentimiento. Los vocablos heridas, cuchilladas y mirar traducen en imágenes físicas lo que en realidad es un proceso espiritual. La progresión entre estos tres campos —de la virtud a la interioridad, y de esta al dolor— reproduce el itinerario del amor renacentista, que comienza en la aspiración moral, se interioriza como conocimiento del alma y culmina en la aceptación del sufrimiento como prueba de autenticidad. Junto a los campos semánticos, el poema despliega una red de campos asociativos que conectan lo sensorial y lo espiritual. La mirada, por ejemplo, se asocia con la herida: el acto de ver o ser visto se convierte en el instrumento del daño amoroso. De modo análogo, el fuego implícito en el adjetivo encendido se asocia con el deseo y con la memoria; ambos se alimentan mutuamente, manteniendo viva la imagen del ausente. La ausencia, así, no significa vacío, sino combustión interior. Boscán construye con precisión este tejido de asociaciones para que el plano sensorial sirva de imagen al plano anímico. Las sensaciones —visión, fuego, dolor— son transpuestas al ámbito del alma, donde adquieren valor simbólico. La lengua poética renacentista encuentra en este procedimiento una forma de armonizar el cuerpo y el espíritu, lo sensible y lo intelectual, sin caer en la contradicción: la experiencia amorosa se expresa simultáneamente como fuego físico y ardor espiritual.

En relación con los tópicos literarios que atraviesan el poema, el poema participa de una serie de tópicos literarios heredados de la tradición petrarquista y del neoplatonismo amoroso, que Boscán reelabora con sobriedad y racionalidad. El primero de ellos es el del amor constante más allá de la ausencia, núcleo temático de la composición. La ausencia no destruye el vínculo, sino que lo purifica. Unido a este aparece el tópico del amor como herida, de raíz clásica y ampliamente desarrollado por Petrarca: la mirada del ser amado se concibe como un dardo que hiere y deja huella. En el soneto, esta herida se transfiere al alma, confirmando que el amor verdadero es una forma de dolor que ennoblece. También encontramos el motivo de la memoria como presencia, que transforma el recuerdo en sustituto espiritual de la amada ausente. A ellos se suma el tópico del fuego amoroso, que simboliza la pasión inextinguible. La elección del adjetivo encendido no es casual: el fuego se convierte en signo de vida interior, de deseo persistente, de purificación moral. Por último, el ideal del amante fiel o firme, tan característico del humanismo, se manifiesta en la descripción del sujeto poético: el “verdadero y firme enamorado” representa el modelo de equilibrio entre sentimiento y virtud, entre afecto y razón. Estos tópicos, lejos de aparecer como fórmulas vacías, se integran en el pensamiento moral de Boscán, que los usa para construir una pequeña doctrina del amor espiritual.

Por último, en lo que concierne a las figuras de pensamiento, el léxico del soneto no sólo refleja la temática amorosa, sino que la argumenta mediante una serie de figuras de pensamiento que dan dinamismo y profundidad a las ideas. La más evidente es la antítesis, que atraviesa todo el poema: ausencia frente a presencia, olvido frente a memoria, herida frente a curación. Esta oposición no busca la mera simetría, sino la paradoja: el amante está “más perdido” cuando está ausente, las heridas no sanan aunque cese la causa, la distancia no cura sino que inflama. La paradoja, en efecto, es el mecanismo lógico que sostiene la tesis del poema: el amor verdadero se demuestra precisamente en lo contrario de lo que parecería razonable. Junto a ella, la comparación final (“que si uno está con muchas cuchilladas...”) introduce una imagen ejemplar que traduce la experiencia espiritual en evidencia física: así como las cuchilladas del cuerpo no se curan alejándose del agresor, las del alma no se curan alejándose del amado. La imagen concreta, de raíz popular y realista, sirve para consolidar un argumento abstracto, logrando un cierre convincente y memorable. Aparece también una hipérbole moderada en expresiones como “más perdido” o “más encendido”, que acentúan la intensidad del sentimiento sin romper el tono reflexivo. Finalmente, el poema entero se configura como una gran sentencia moral, formulada desde el primer verso. El razonamiento no parte de la emoción sino de la máxima, y cada figura de pensamiento se subordina a la demostración de esa verdad universal: el amor auténtico no se extingue, ni siquiera en la distancia. El resultado de este entramado léxico y semántico es una expresión de notable coherencia y profundidad. Boscán logra que el lenguaje se convierta en espejo de la constancia amorosa que predica. La elección del vocabulario abstracto, la alternancia entre términos de interioridad y de herida, las asociaciones sensoriales y los tópicos petrarquistas se funden en una dicción clara, sin exceso retórico, fiel al ideal renacentista de equilibrio. En este poema, las palabras no solo designan sentimientos: los piensan, los ordenan y los justifican. El léxico amoroso se transforma en discurso moral, y la emoción se somete a la razón sin perder su intensidad. De este modo, el plano léxico-semántico no es un simple inventario de vocablos, sino la manifestación más profunda de la idea que recorre el poema: que el amor verdadero, cuando se enfrenta a la ausencia, no se disuelve, sino que se afirma en la memoria y se eterniza en el alma.

En cuanto a la intertextualidad, el soneto de Juan Boscán se inserta de lleno en la tradición de la lírica amorosa renacentista, y constituye una de las muestras más lúcidas de la asimilación en lengua castellana del modelo poético petrarquista. Su voz se alza en diálogo constante con la poesía de Francesco Petrarca, no tanto por imitación formal, sino por coincidencia espiritual. La estructura del soneto, el endecasílabo italiano, el tono moral y el motivo del amor como experiencia del alma son herencias directas del Canzoniere. Sin embargo, Boscán adapta ese modelo a la sensibilidad castellana, menos dada al desbordamiento afectivo y más inclinada a la reflexión serena. De Petrarca hereda la tensión entre deseo y razón, la dialéctica entre presencia y ausencia, la imagen de la herida causada por la mirada, y, sobre todo, la convicción de que el amor, cuando es verdadero, se convierte en vía de conocimiento interior. En Boscán, como en el poeta italiano, el amor se eleva de sentimiento a disciplina moral, y la amada ausente se transforma en emblema de perfección.

En relación con la tradición filosófica y humanista, esta filiación petrarquista se halla también mediada por la lectura y la influencia del pensamiento neoplatónico, particularmente el de Marsilio Ficino y los humanistas florentinos. Desde esta perspectiva, la ausencia del ser amado no se interpreta como pérdida, sino como purificación del deseo. La distancia corporal libera al amor de su dimensión sensible y lo eleva al plano espiritual, donde el alma, recordando, se aproxima a la belleza ideal. En el poema de Boscán, esta idea filosófica se traduce en una forma moral: el amante, separado de su bien, no disminuye su amor, sino que lo depura. El “verdadero y firme enamorado” es, en clave ficiniana, aquel que ha sabido transformar el impulso erótico en virtud. Por ello, la memoria y la soledad no son signos de vacío, sino de ascenso: la memoria conserva la imagen espiritual del amado, y la soledad la convierte en objeto de meditación. La intertextualidad filosófica con el neoplatonismo, por tanto, no se manifiesta mediante la abstracción teórica, sino a través del lenguaje poético de la constancia.

En lo que concierne al diálogo con la lírica española coetánea, en el ámbito de la poesía española, este soneto dialoga estrechamente con la obra de Garcilaso de la Vega, compañero y amigo de Boscán, quien, bajo su influencia, consolidó la métrica italiana y la ideología amorosa del Renacimiento. Garcilaso desarrollará muchos de los temas que aquí aparecen en germen: la ausencia como presencia espiritual, el fuego del deseo que la distancia aviva, y la herida amorosa que el tiempo no borra. En sonetos como “Escrito está en mi alma vuestro gesto” o “Oh dulces prendas por mi mal halladas”, el eco de esta concepción es evidente. Puede decirse que el poema de Boscán inaugura en la lírica castellana una nueva ética del amor, en la que la fidelidad interior sustituye al lamento trovadoresco y al gozo cortesano. Frente al amor como juego social de la poesía medieval, Boscán y Garcilaso proponen un amor como ejercicio espiritual, donde el sufrimiento y la memoria son pruebas de autenticidad.

Por lo que respecta a la tradición clásica y su reelaboración moral, el texto mantiene, además, un diálogo implícito con la tradición clásica grecolatina, especialmente con la idea ovidiana del amor como enfermedad y herida. En las Heroidas y en El arte de amar, Ovidio había descrito el deseo como un mal que el tiempo no cura. Boscán recoge esa metáfora médica —la herida incurable— y la combina con la simbología cristiana de la marca en el alma. Así, las “heridas” y “cuchilladas” del poema no son simples imágenes físicas: son la traducción poética de una experiencia que une cuerpo y espíritu, razón y pasión. La intertextualidad clásica se filtra, pues, a través de la tradición italiana, y llega al poema transformada por la ética renacentista de la moderación.

En conexión con la posteridad espiritual y moral del poema, más indirecta, aunque también perceptible, es la relación con la poesía mística y moral que se desarrollará en las décadas posteriores. En su manera de concebir el amor como fuerza que hiere y eleva, el soneto de Boscán anticipa ciertas resonancias de la lírica espiritual de San Juan de la Cruz, donde el dolor y la ausencia se convierten en formas de unión. En ambos casos, el sufrimiento no destruye al sujeto, sino que lo purifica. Aunque el contexto religioso de San Juan es otro, la afinidad en la expresión de la ausencia como plenitud interior muestra la hondura filosófica del texto de Boscán, que, sin pretenderlo, se proyecta hacia una concepción trascendente del amor.

Por último, en lo relativo a la dimensión sapiencial y gnómica del poema, este soneto establece una intertextualidad con la tradición moral y sapiencial del proverbio y la máxima ética. El verso inicial, “Quien dice que la ausencia causa olvido merece ser de todos olvidado”, tiene estructura proverbial y recuerda las fórmulas sentenciosas de los Proverbios morales o de la literatura didáctica medieval. Boscán recupera ese tono gnómico para iniciar un discurso amoroso que, sin renunciar a la emoción, se construye como razonamiento universal. En este sentido, el poema funciona también como punto de convergencia entre el humanismo ético y la lírica amorosa: el amante no solo siente, sino que piensa su amor y lo convierte en norma moral. Así, el poema de Boscán se sostiene sobre una densa red de resonancias: Petrarca y el neoplatonismo le proporcionan el marco teórico; Garcilaso, la afinidad espiritual; Ovidio, la imaginería del dolor; y la tradición sapiencial, la forma de la sentencia. Esta confluencia de voces construye una obra de síntesis, un puente entre la herencia clásica y la sensibilidad moderna. El soneto, en consecuencia, no es solo una meditación sobre el amor, sino también una pieza clave en la historia literaria del Renacimiento español: un texto donde la intertextualidad se convierte en armonía, y donde la voz de Boscán, serena y razonada, traduce en lengua castellana la idea más alta del amor renacentista —la del amor constante, purificado por la ausencia y confirmado en el alma.

Como cierre integrador de todo el comentario, el soneto de Juan Boscán ofrece una meditación renacentista sobre la constancia amorosa ante la ausencia, donde el amor, lejos de apagarse con la distancia, se afirma como virtud interior y se eleva a categoría moral. A través de una estructura rigurosa y armónica, el poeta demuestra que la ausencia aviva la memoria, la soledad intensifica el cuidado y el deseo se vuelve más encendido, hasta convertir el sufrimiento en prueba de fidelidad. La claridad sintáctica, el léxico abstracto y la mesura expresiva reflejan el ideal humanista de equilibrio entre razón y pasión, mientras que la influencia de Petrarca y del neoplatonismo ficiniano sitúan el sentimiento en el plano espiritual: las heridas del amor, grabadas en el alma, no sanan con el tiempo ni con la distancia. En este poema, Boscán inaugura en la lírica española una visión ética del amor, donde la ausencia se transforma en presencia interior y la palabra se vuelve forma de conocimiento y de permanencia.

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