4 de marzo de 2025

OPOELITERARIA. COMENTARIO POÉTICO 2. SONETO XI, DE GARCILASO DE LA VEGA



El soneto “Hermosas ninfas, que, en el río metidas…” pertenece de lleno al Renacimiento español, etapa que introduce en la literatura castellana los ideales de armonía, equilibrio y belleza inspirados en la Antigüedad clásica y en el humanismo italiano. En la primera mitad del siglo XVI, la lírica española se renueva gracias a la influencia de Petrarca y de los poetas italianos, quienes aportan el endecasílabo y el soneto como formas de expresión de un sentimiento depurado y racional. En este contexto, Garcilaso de la Vega se erige como el gran reformador de la lengua poética española: un hombre de armas y de letras, modelo del hombre renacentista, que combina la disciplina de la forma con la delicadeza del sentimiento. Su poesía, breve pero esencial, traduce con naturalidad la emoción amorosa, la reflexión sobre la belleza y la nostalgia de un orden perdido.

En los primeros versos se ofrece la descripción de un locus amoenus donde las ninfas son presentadas en plena armonía natural, dedicadas a labores sencillas y cotidianas. El poema se abre con el vocativo “Hermosas ninfas”, que instala el tono invocativo pero sin que aún irrumpa el ruego: domina primero la descripción objetiva del espacio y de sus habitantes. El escenario es un locus amoenus acuático, transparente y luminoso: “moradas de relucientes piedras”, “columnas de vidrio”. La sintaxis latinizante mediante hipérbaton y la presencia de epítetos contribuyen a construir una arquitectura de claridad clásica. Los endecasílabos de esta primera parte fluyen con encabalgamientos suaves que imitan el curso del agua, mientras el doble “agora” marca un presente ritual; las ninfas labrando, tejiendo y contándoos convierten la naturaleza en una escena de labores domésticas serenas. El paralelismo y la elipsis del verbo en la segunda correlación dan ritmo y continuidad, y el cierre con dos puntos funciona como bisagra: tras la descripción perfecta del mundo mítico, el poema queda en expectativa de la voz que tomará la palabra.

A partir de ese punto se introduce el ruego del yo lírico, que irrumpe y cambia el régimen del discurso, pasando de la enunciación descriptiva a la apelación directa. El imperativo “Dejad” abre la súplica, mientras la expresión “vuestras rubias cabezas” aproxima el plano humano de la mirada. Los infinitivos clíticos “mirarme, escucharme, consolarme” articulan la petición en tres grados —ver, oír, aliviar—, mientras los futuros con matiz modal “no os detendréis”, “no podréis”, “podréis” dosifican la expectativa y la imposibilidad. Los deícticos espaciales “aquí” y “allá” trazan la distancia simbólica entre el ámbito humano del yo y el ámbito mítico de ellas. La perífrasis con poder culmina en la hipótesis del consuelo, y la imagen de metamorfosis en “convertido en agua aquí llorando” propone la única vía de unión posible: fundirse con el elemento que habitan las ninfas. La cadencia final en “despacio consolarme” se cierra con entonación descendente, marcando una calma última que transforma el ruego en aceptación.

El soneto presenta así a un yo lírico que contempla a unas ninfas del río, ocupadas en sus labores serenas dentro de un paisaje de luz y armonía, y que interrumpe esa calma para suplicarles que detengan por un momento su tarea y lo miren, aun sabiendo que su dolor es tan profundo que no podrán escucharlo sin sentir lástima. El tema del poema es la súplica del yo lírico a las ninfas del río para que interrumpan su labor y puedan mirarlo y consolarlo, un deseo que sólo puede cumplirse mediante la fusión simbólica del hablante con el agua y con la belleza ideal que ellas representan.

En el poema predomina la función poética, ya que la palabra se orienta hacia la búsqueda de belleza y sentido. La selección léxica, la presencia de adjetivos luminosos, la simetría estructural de los cuartetos, el uso del encabalgamiento y la arquitectura del endecasílabo evidencian la voluntad de forma. La función apelativa también adquiere relevancia, pues el discurso nace como invocación mediante el vocativo inicial y se intensifica con el imperativo “Dejad un rato la labor”, donde la apelación adopta una tonalidad de súplica cortés más cercana al ruego que a la orden. La función emotiva se concentra especialmente en los tercetos, donde el yo expone su interioridad sin romper la contención renacentista, mientras los infinitivos con clítico (“mirarme, escucharme, consolarme”) convierten al hablante en objeto de la mirada, del oído y del consuelo que solicita. En los cuartetos se mantiene además una función referencial en tanto que se describe un mundo ordenado y reconocible —el locus amoenus, las labores textiles, la convivencia entre las ninfas—, aunque depurado simbólicamente. Puede percibirse también una función fática en la reiterada apelación que mantiene abierto el canal comunicativo con las ninfas, pese a la ausencia de respuesta.

En este sentido, resulta particularmente valioso el modelo de comentario propuesto por MARCOS MARÍN, que permite observar cómo la forma sustenta el contenido. Del mismo modo, en el plano morfológico puede aplicarse la terminología establecida por ISABEL PARAÍSO, que propone una lectura funcional comunicativa y la orientación de LEONARDO GÓMEZ TORREGO, centrada en la identificación de estructuras relevantes y su vinculación con la organización del pensamiento crítico, así como la terminología establecida en la NUEVA GRAMÁTICA DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA DE LA LENGUA. 

La fonía del poema traduce musicalmente esta tensión entre mesura formal y emoción contenida. En el vocalismo, siguiendo la perspectiva de Dámaso Alonso, predominan las vocales luminosas /a/ y /e/, que confieren claridad acústica y resonancia radiante a términos como “Hermosas”, “relucientes”, “telas”, “cabezas”, “amores”. Frente a estas, las vocales oscuras /o/ y /u/ introducen gravedad en lexemas como “río”, “moradas”, “columnas”, “llorando”, “agua”. Este contraste vocal organiza sonoramente el poema: la claridad del mundo ideal de las ninfas frente a la hondura del yo lírico. En consonancia con ese equilibrio, el plano consonántico se construye a partir de líquidas y nasales, lo que produce una musicalidad fluyente que imita el curso del agua. En secuencias como “relucientes piedras fabricadas” o “en columnas de vidrio sostenidas” se aprecia la aliteración de /l/ y /r/, que aporta ligereza y brillo, mientras la recurrencia de nasales en “ninfas”, “amores”, “convertido”, “llorando” añade un matiz grave y melancólico como fondo emocional. Las fricativas suaves acompañan esa sonoridad con un murmullo constante semejante al del agua en movimiento, y las oclusivas, usadas con mesura, aportan consistencia rítmica sin quebrar la fluidez. La fonética del poema se convierte así en soporte simbólico del contenido, al sugerir una voz que fluye, que suplica sin estridencia y que se disuelve lentamente en el mismo elemento que contempla.

El poema adopta la estructura clásica del soneto petrarquista, compuesto por dos cuartetos y dos tercetos, escritos en versos endecasílabos de rima consonante perfecta, según la norma renacentista. Todos los versos son paroxítonos, lo que asegura una cadencia regular en el cómputo silábico y favorece la tendencia natural al ritmo yámbico, caracterizado por el ascenso de sílaba átona a tónica. Este patrón rítmico, frecuente en Garcilaso, se asocia a la elevación emocional y al tono de súplica contenida. En el primer verso se percibe esa pulsación ascendente, siguiendo el esquema di-DÁ, que genera una suave elevación rítmica y refuerza el carácter invocativo del poema. Esa regularidad rítmica, sostenida pero no monótona, contribuye a la sensación de fluidez armónica semejante al discurrir del agua, que funciona como imagen simbólica de la belleza fría y del deseo contenido.

La métrica se convierte así en vehículo de sentido. En los cuartetos predominan los endecasílabos heroicos y melódicos, asociados simbólicamente a la estabilidad del mundo descrito. Cuando el yo introduce su súplica, Garcilaso no rompe con esa regularidad, sino que mantiene el endecasílabo heroico para preservar la mesura renacentista del sentimiento. El dolor, en este contexto, no irrumpe con violencia como ocurrirá más tarde en el Barroco, sino que se formula con dignidad dentro del marco clásico. En un momento preciso del poema, el verso “o convertido en agua aquí llorando” adopta un matiz sáfico, con acentos en cuarta, octava y décima sílabas, lo que introduce una cadencia grave de resonancia latina adecuada para expresar la disolución del yo en el agua. Esta variación acentual no quiebra la forma, sino que matiza expresivamente el discurso. Finalmente, el poema regresa al endecasílabo heroico en el cierre, donde la estructura rítmica clásica se restablece como símbolo de un orden idéntico al del inicio, aunque emocionalmente transformado.

En el plano de la pausa, Garcilaso utiliza encabalgamientos suaves que desplazan el sentido al verso siguiente sin quebrar el ritmo, prolongando así la fluidez del poema. En los cuartetos, este encabalgamiento prolonga la descripción y refuerza la continuidad del paisaje ideal. En los tercetos, en cambio, la pausa versal se convierte en pausa emocional: en “la labor, alzando / vuestras rubias cabezas…”, la suspensión entre versos reproduce el gesto de elevar la mirada, de manera icónica. De este modo, la pausa no interrumpe sino que intensifica el gesto de la súplica, manteniendo la elegancia formal sin eliminar la tensión interior.

También el plano tonal muestra una progresión coherente: en los cuartetos, los versos cierran mayoritariamente con tonemas descendentes, correspondientes a la modalidad enunciativa afirmativa, lo que refuerza la percepción de un mundo concluido y armónico. En cambio, en los tercetos, la modalidad exhortativa introduce tonemas sostenidos o levemente ascendentes, que dejan el verso abierto como una voz que espera respuesta. El último verso desciende con suavidad, logrando un cierre melancólico que evita el dramatismo y opta por la aceptación serena.

En el plano morfológico,  el soneto “Hermosas ninfas” se distingue por un equilibrio armónico entre forma y emoción, rasgo esencial de la estética renacentista. Garcilaso elabora un lenguaje que fluye con la misma naturalidad que el río en el que habitan las ninfas, y lo consigue mediante una selección cuidadosa de categorías gramaticales y una disposición sintáctica que combina la claridad con la musicalidad.

Los sustantivos, unos trece en total (alrededor del 12 % del texto), conforman el armazón visual del poema. Predominan los concretos —ninfas, río, piedras, columnas, telas, cabezas, agua— frente a los abstractos —amores, vidas, lástima—, lo que refuerza el carácter sensorial y tangible de la escena. Esta preferencia por lo material responde al ideal garcilasiano de materializar la belleza: lo espiritual y lo emocional se expresan a través de la forma visible y la materia transparente. Sin embargo, los sustantivos abstractos irrumpen en el tramo final del poema para introducir el tono elegíaco del sentimiento, la dimensión interior que equilibra la descripción exterior.

Los adjetivos son escasos (cinco en total, un 4,5 % del texto) pero de gran poder expresivo. Todos son calificativos y pertenecen al campo semántico de la belleza y la luminosidad: hermosas, relucientes, delicadas, rubias, contentas. Garcilaso los emplea como epítetos que idealizan la realidad, siguiendo el canon clásico de la mesura. Su función no es tanto informar como ensalzar y armonizar: cada adjetivo es un toque de luz que convierte la naturaleza en reflejo de perfección. Los adjetivos antepuestos (hermosas ninfas, rubias cabezas) intensifican la musicalidad y el tono lírico, mientras que los pospuestos (telas delicadas) mantienen la naturalidad del orden castellano.

El sistema verbal articula la tensión emocional del poema. Predominan las formas en presente (habitáis, estéis, ando) y en futuro (detendréis, podréis), lo que combina la vivencia actual del hablante con la proyección de un deseo. Abundan las formas no personales (infinitivos y gerundios: tejiendo, contando, mirarme, escucharme, consolarme), que imprimen fluidez y continuidad al discurso, imitando el movimiento del agua y el fluir del tiempo.

Garcilaso introduce además dos perífrasis verbales (poder + infinitivo), con las que matiza el aspecto durativo y la posibilidad afectiva del verbo. En ellas el tiempo gramatical se convierte en tiempo emocional: lo que “anda” es el corazón que se mueve, y lo que “puede” es la esperanza incierta de consuelo.

Los adverbios, siete en total, son pequeñas brújulas semánticas que orientan la voz poética en el espacio y el tiempo. Los temporales agora, agora fijan la acción en un presente eterno, el tiempo mítico de las ninfas. Los espaciales aquí y allá trazan la distancia simbólica entre el yo humano y el mundo ideal, mientras que los negativos no, no y el cuantitativo mucho expresan la imposibilidad del encuentro y la brevedad de la esperanza. En el último verso, despacio suaviza la súplica y otorga al poema un cierre melódico, casi resignado. Los adverbios, en suma, no sólo modifican los verbos: construyen la geografía emocional del texto.

En cuanto a los pronombres, Garcilaso emplea cinco personales (os, me, os, me, me) que resumen la relación de fuerzas entre las dos voces del poema: la segunda persona plural representa la divinidad femenina y distante (os), mientras la primera persona singular encarna la humanidad doliente del poeta (me). A través de ellos, el texto pasa del mundo cerrado de las ninfas (contándoos) al ámbito íntimo de la súplica (mirarme, escucharme, consolarme). Los pronombres, por tanto, condensan la dialéctica entre el yo y el tú plural, entre la adoración reverente y el deseo imposible.

El nivel morfosintáctico se enriquece además con diversas figuras retóricas que ordenan y musicalizan el discurso. El hipérbaton, presente en versos como “de relucientes piedras fabricadas”, aporta un tono latinizante y solemne. La elipsis y el paralelismo de los cuartetos (“agora estéis labrando… / agora unas con otras apartadas…”) imitan el ritmo regular del trabajo de las ninfas. Los epítetos y leves pleonasmos refuerzan la armonía sensorial, mientras que las perífrasis y la interrogación retórica implícita de los tercetos dan voz al movimiento interno del deseo. Todo el poema está recorrido por un orden musical y equilibrado, donde la sintaxis se adapta a la emoción como el cauce al agua.

Por lo tanto,  el análisis del plano morfológico del soneto revela una arquitectura perfecta de claridad y sentimiento. Cada palabra, cada forma verbal y cada giro sintáctico contribuyen a expresar la tensión central del poema: la distancia entre la belleza eterna y el amor humano. Garcilaso logra que la gramática misma se convierta en música: los sustantivos construyen el espacio, los adjetivos iluminan, los verbos fluyen, los adverbios orientan y los pronombres laten. Así, el lenguaje deja de ser un mero instrumento y se vuelve el espejo transparente del alma renacentista.

El soneto activa una intertextualidad de raíz clásica que remite a Ovidio y Virgilio, donde las ninfas —habitantes del agua y de los espacios naturales— simbolizan la dimensión eterna y ajena al sufrimiento humano. El agua, como en las Metamorfosis de Ovidio, no es solo un paisaje descriptivo, sino un elemento de tránsito entre lo humano y lo divino, entre el dolor y la serenidad. Esta visión se entronca con la lectura neoplatónica del Renacimiento, para la cual la belleza visible es reflejo de un orden superior, y el deseo amoroso no se limita a lo pasional, sino que aspira a elevarse hacia una realidad idealizada.

La invocación del yo lírico a estas figuras mitológicas conecta directamente con la tradición petrarquista, donde el amante se dirige a un tú inaccesible —Laura en el Canzoniere— que se convierte en figura de la distancia y del deseo inalcanzable. Garcilaso no se limita a reproducir este esquema, sino que lo eleva al ámbito mítico: ya no se dirige a una figura humana, sino a entidades acuáticas vinculadas al imaginario clásico. De este modo, la súplica adquiere un tono de plegaria laica que recuerda, por su estructura retórica, tanto a la invocación virgiliana de las églogas como a la voz de los salmos bíblicos, transformada aquí en un ruego cortesano y mesurado, propio de la estética renacentista.

La presencia de las ninfas tejiendo entronca, además, con la propia obra de Garcilaso, en particular con la Égloga III, donde aparece el célebre motivo de las ninfas hilanderas que bordan en paños la historia del dolor humano. En ese pasaje, las ninfas no sólo observan, sino que registran y perpetúan el sufrimiento a través del arte textil, convirtiendo el tejido en metáfora de la poesía como acto de memoria. La autointertextualidad es clara: tanto en el soneto como en la égloga, las ninfas están ocupadas en una labor artesana que simboliza el orden estético frente a la herida del yo. El poeta, consciente de este motivo, vuelve a presentarlas indiferentes a la súplica humana, entregadas a su tarea perfecta, como si la belleza —igual que en la égloga— continuara su curso independientemente del dolor del amante.

La imagen final de la metamorfosis, “convertido en agua aquí llorando”, recoge la lógica ovidiana, pero la lleva hacia una lectura propiamente garcilasiana: sólo a través de la transformación en elemento natural el yo podría entrar, aunque sea simbólicamente, en el mundo ideal que contempla. Este gesto responde a la misma lógica que en la Égloga III impulsa a las ninfas a bordar no para intervenir, sino para inscribir la emoción humana en una forma que la trascienda. Así, el soneto no solo dialoga con la tradición clásica y petrarquista, sino que dialoga consigo mismo, con el propio universo poético de Garcilaso, donde la belleza y el dolor se encuentran siempre en la misma encrucijada: el arte recoge la herida, pero no la cura; sólo la convierte en forma.

En conclusión, este soneto de Garcilaso se revela como una síntesis ejemplar del ideal renacentista: la emoción se expresa, pero siempre dentro de una forma sometida a proporción, claridad y armonía. El yo lírico no se impone por desgarro, sino que se integra en el orden clásico, aceptando que el dolor humano sólo puede aspirar a resonar en la belleza, nunca a alterarla. La presencia de las ninfas tejiendo, indiferentes a la súplica, condensa la tensión fundamental del poema: frente al movimiento interior del yo, la perfección formal del mundo ideal permanece intacta, como si el arte (igual que en la Égloga III) registrara el sufrimiento sin romper su superficie cristalina. La métrica, el ritmo, la modulación tonal y la sintaxis latinizante no son simple ornamento, sino expresión material de un pensamiento estético: la belleza es forma, y sólo en esa forma el dolor encuentra su lugar. Garcilaso convierte así la súplica amorosa en un acto de contemplación y de lenguaje, donde la voz no busca vencer, sino ser escuchada, aunque sea por un instante, antes de diluirse en el agua que canta.




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