3 de diciembre de 2025

UNED MELILLA. LITERATURA ESPAÑOLA DEL SIGLO XX: HASTA 1939. COMENTARIO DE UN SONETO DE FEDERICO GARCÍA LORCA. EL POETA LE PIDE A SU AMOR QUE LE ESCRIBA.

¡Buenas grupo!

En esta entrada os paso el comentario de un soneto de Federico García Lorca, El poeta le pide a su amor que le escriba. 
Espero que os sea de ayuda. 
Atentamente, 
Alejandro Aguilar Bravo.



Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.

El aire es inmortal. La piedra inerte
Ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.

Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,
tigre y paloma, sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.

Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura


El poema «Amor de mis entrañas, viva muerte» pertenece a la lírica española de la primera mitad del siglo XX y se inserta plenamente en el marco estético de la Generación del 27, grupo caracterizado por la síntesis entre tradición y vanguardia, la voluntad de perfección formal y la creación de un lenguaje poético nuevo, cargado de símbolos y resonancias. Este poema constituye un ejemplo claro de cómo Federico García Lorca, uno de los miembros más singulares del grupo, integra la herencia clásica —en este caso, el soneto— con las tensiones emocionales, las imágenes irracionales y la intensidad expresiva que provienen de las corrientes contemporáneas, especialmente del surrealismo. La composición surge en un momento en que la lírica española busca un equilibrio entre el clasicismo depurado, heredado de Góngora y de la tradición aurisecular, y la libertad imaginativa propia del espíritu renovador de las vanguardias. Lorca fusiona ambos mundos con una voz personalísima, llena de dramatismo, erotismo simbólico y una profunda concepción trágica del amor.

Dentro de la generación, Lorca representa de forma ejemplar varias de sus características esenciales: el culto a la tradición literaria española, visible en la adopción del soneto y en el uso de símbolos populares como la luna o la flor; la renovación formal, que introduce imágenes audaces y asociaciones inesperadas; la búsqueda de una belleza pura pero emocional, que no renuncia a la intensidad del sentimiento; y la presencia de un lenguaje simbólico, donde los elementos se cargan de significación afectiva y mítica. El poema muestra también esa tensión entre lo popular y lo culto, tan propia del 27, pues combina la estructura clásica y elegante del soneto con un universo emocional turbulento y casi visionario.

Con respecto a la ubicación del poema en la obra de Lorca, debe señalarse que forma parte de los Sonetos del amor oscuro, escritos hacia 1935-1936, en los últimos años del poeta. En ellos Lorca alcanza una síntesis magistral entre la forma clásica y la expresión de un deseo intenso y conflictivo. La experiencia amorosa aparece como un espacio de contradicción permanente, dominado por la lucha entre el impulso vital y la amenaza de pérdida, tema recurrente en la obra lorquiana. Su biografía, marcada por el desgarro íntimo y la necesidad de ocultamiento en una sociedad que reprimía su orientación sexual, explica la potencia trágica de estos textos, en los que el amor se vive como una mezcla de plenitud, herida y fatalidad. La recurrencia de determinados símbolos —la sangre, la luna, la flor, el animal feroz— forma parte del sistema poético personal que Lorca fue elaborando desde sus primeras obras y que culmina en esta etapa final.

En cuanto al análisis del poema, en el plano del contenido se observa una sólida estructura interna que desarrolla progresivamente el conflicto amoroso. El primer cuarteto introduce de modo contundente el tono general mediante el oxímoron “viva muerte”, expresión que sintetiza la esencia paradójica del amor en Lorca: fuerza que da vida y destruye simultáneamente. La espera frustrada de una “palabra escrita” acentúa el abandono y prepara la imagen de la flor que se marchita, símbolo tradicional del paso del tiempo y de la caducidad del deseo. Estos elementos enlazan con la tradición literaria española —especialmente la barroca— pero reinterpretados desde una sensibilidad desgarrada y moderna.

El segundo cuarteto se apoya en imágenes de la naturaleza para contraponer la calma impasible del mundo físico a la vulnerabilidad humana. El aire aparece como inmortal, la piedra como inerte, incapaz de percibir la sombra; la luna —símbolo constante en Lorca, asociada a la muerte, la esterilidad y el deseo— vierte una “miel helada”, metáfora sinestésica que intensifica el contraste entre dulzura y frialdad. Aquí se aprecia claramente la influencia del simbolismo y del surrealismo, dos corrientes fundamentales para la Generación del 27, que introducen un lenguaje sugerente, ambiguo y no reducible a significados racionales. Esta sección del poema anticipa una de las notas esenciales de la lírica del 27: la aspiración a una poesía de imágenes puras, alejadas de la anécdota, y a la vez dotadas de una profunda carga emotiva.

El desarrollo del sentimiento alcanza su cénit en los tercetos. El yo poético se sitúa en un espacio de violencia simbólica: “rasgué mis venas” marca, mediante hipérbole y metáfora sangrienta, la dimensión sacrificial del amor. La unión del “tigre y paloma” sintetiza mediante una imagen dual la naturaleza contradictoria del amante: feroz y tierno, instintivo y espiritual. Este recurso a los contrastes violentos es otra característica esencial de la estética lorquiana y representa, además, la influencia surrealista en la asociación libre de imágenes. El “duelo de mordiscos y azucenas” mezcla el eros corporal con la delicadeza floral, creando una figuración ambivalente en la que placer y dolor se confunden. Todo este conjunto de imágenes refleja una de las claves de la poesía del 27: el empleo de símbolos personales, a los que el poeta dota de un valor emocional, casi mítico, que surge de la interrelación entre tradición y modernidad.

En el cierre del poema, Lorca introduce una súplica desesperada. El yo amante pide que se colme de “palabras” su locura —la palabra como salvación, como sentido— o, de no ser así, solicita ser devuelto a su “noche del alma”. Esta expresión evoca la tradición mística, pero aquí se transforma en símbolo de soledad, oscuridad interior y renuncia definitiva. La oposición entre luz y oscuridad atraviesa todo el soneto y culmina en esta imagen final, donde el amor, lejos de conducir a la plenitud espiritual, encierra al yo en una noche perpetua. Esta conclusión acentúa otra característica de la Generación del 27: la exploración de los límites entre lo racional y lo irracional, lo consciente y lo subconsciente, lo luminoso y lo oscuro, especialmente en los poetas influenciados por el surrealismo.

Desde el punto de vista de los temas, el poema desarrolla el motivo del amor como destrucción y como conflicto entre deseo y muerte. Aparece también el tópico del amor como herida, así como el de la fugacidad de la vida, representada en símbolos como la flor. El tono general es trágico, intenso, profundamente emotivo, lo que distingue a Lorca dentro del 27 frente a otros poetas de su generación más orientados hacia la poesía pura o intelectualizada. No obstante, comparte con ellos la depuración formal, la precisión expresiva y el uso de imágenes simbólicas, rasgos característicos del grupo.

En conclusión, el poema constituye una síntesis ejemplar de la poética de la Generación del 27, donde la tradición clásica y popular se entrelaza con las nuevas corrientes estéticas, y donde la palabra poética se convierte en un espacio de revelación interior. Lorca eleva el soneto a una dimensión contemporánea al cargarlo de símbolos personales y de una intensidad emocional única, logrando así una de las expresiones más profundas y renovadoras del amor en la poesía española del siglo XX.

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