27 de julio de 2015

CAPÍTULO PRIMERO. ¿UN DÍA COMO OTRO CUALQUIERA?. ALEJANDRO AGUILAR BRAVO.

Capítulo Primero. ¿Un día como otro cualquiera?
D
esde que tenía uso de razón, Abel siempre se había considerado un chico débil. A los seis años le diagnosticaron una grave enfermedad renal que le impedía hacer una vida normal como la de cualquier niño de su edad.
Mientras que su hermano salía a jugar al fútbol con sus amigos después de las clases, Abel leía libros de aventuras desde la ventana de su habitación. El médico le tenía totalmente prohibido hacer cualquier tipo de deporte que supusiera un gran esfuerzo de su parte, ya que una simple caída podría resultar fatal.

Encerrado en su casa, bajo la atenta mirada de su madre, la cual supervisaba todo lo que hacía, su único pasatiempo era la lectura. Leía horas y horas sin parar, sumergiéndose en mundos imaginarios, en donde jóvenes caballeros tenían que salvar a princesas en apuros, cautivas en altos torreones, lugares en los que tus sueños podrían hacerse realidad. Desde pequeño, Abel anheló  con todas sus fuerzas ser un personaje de sus cuentos favoritos: deseaba sentirse como Alicia adentrándose en un país de maravillas, recorrer un camino de baldosas amarillas para alcanzar sus deseos, al igual que Dorothy… Abel quería vivir numerosas aventuras, realizar miles de viajes arriesgados a los diversos confines del mundo, luchar contra monstruos procedentes del inframundo, tales como serpientes voladoras con gélida mirada, dragones que escupen llamaradas de fuego capaces de fundir a la mismísima piedra, esfinges que plantean enigmas irresolvibles para comprobar su destreza e ingenio… Sin embargo, su realidad era bien distinta.
Así pasó su infancia hasta cumplir quince años. De ser un niño enclenque, débil e inválido pasó a ser un adolescente enclenque, débil e inválido. Nada había cambiado al respecto. Seguía sin hacer actividades físicas de ningún tipo, continuaba vigilado bajo la atenta mirada de su madre, que, con el paso de los años, se había vuelto aún más protectora… Abel continuaba siendo un muchacho con ansias de enfrentarse a miles de aventuras, con el fin de salir de esa burbuja asfixiante que llamaba hogar.
A pesar de todo esto, lo peor que llevaba era la rutina, la maldita y tediosa rutina que le torturaba cada día más y más. Intentaba no caer en sus garras, pero no podía hacer nada, puesto que cualquier hecho distinto que fuese a realizar, debía de aprobarlo antes su madre. Pese a su carácter autoritario, Abel la comprendía, ya que tenía miedo a perderle al igual que perdió al amor de su vida.
A los pocos meses de nacer Abel, su padre sufrió una grave enfermedad. Duró muy poco tiempo desde que le diagnosticaron cáncer de pulmón, hecho que destrozó por completo a Eleonor, su madre. Se conocieron a los quince años y desde el primer instante en que sus miradas se cruzaron supieron que su destino era el de estar juntos. Tras su muerte, Eleonor, que por aquel entonces tenía treinta y cinco años, padeció una tremenda depresión. Había días en los que ni siquiera se levantaba de su cama. Si no hubiese sido por Esther, la madre de Eleonor, se hubieran hundido en la miseria. Sin embargo, un hecho cambió la vida de Eleonor. Nunca olvidará  aquel 3 de septiembre, fecha en la que le dijeron que su pequeño Abel se estaba muriendo. Ese fue el motivo por el cual Eleonor reaccionó. No quería volver a sufrir los estragos de otra agónica enfermedad, perdiendo a otro ser querido. Por eso estuvo a su lado en todo momento, y jamás le ha fallado.
Retomando el hilo de nuestra historia, para Abel cada día le resultaba semejante, sin ápice de variación alguna.
Cada día era igual que otro. Para que os podáis hacer una idea, os contaré como es un día en la vida de Abel.
A las seis y media de la mañana suena el despertador, un horrible artilugio que intenta semejar el sonido de un gallo cacareante, se levanta con mucho pesar y va directo a la ducha. Quince minutos después, ya aseado y vestido,  baja a la cocina para prepararse su desayuno. Con mucha tranquilidad, traga no sin dificultad los horribles copos de avena mezclados con una masa viscosa que su  madre afirma ser muy nutritivos. Mientras toma su desayuno, aparece Diego, su hermano. Acaba de cumplir diecisiete años y es todo un atleta. Es muy alto para su edad, tiene el pelo oscuro como el azabache y sus ojos son tan verdes como las esmeraldas. Realmente es un chico que no solo destaca por su físico, el cual provoca una reacción descomunal entre las chicas del instituto, sino también por sus cualidades deportivas. Deciros que es el capitán del equipo de fútbol, algo que comenta siempre que tiene oportunidad. Abel no llegaba a comprender como Diego podía ser su hermano, ya que eran totalmente diferentes. Abel era bastante bajo, tenía la piel muy pálida, los ojos castaños y el pelo, que lo llevaba cortado a la taza, era de color rubio. Abel no poseía ninguna cualidad atlética. No obstante, en lo único que podía superar a Diego era en los estudios. Sus notas eran excelentes y, aunque era considerado por todo como un auténtico empollón, nadie se atrevía a decirle nada por ser hermano de quien era. ¡Qué sería de él si Diego no estuviera allí para defenderlo!
En el instante en que terminan de desayunar y tras esperar a que Diego acabara de arreglarse, ambos se dirigen al instituto. Para atajar el camino hacia el instituto, suelen cruzar un angosto sendero, custodiado por altos álamos y frondosos robles. Su madre les tenía totalmente prohibido que fueran solos por allí, ya que le resultaba un sitio abandonado y peligroso. No obstante, preferían desobedecerla, ya que tardan veinte minutos menos por ese sendero que yendo por la ciudad.
A las ocho de la mañana, ya en el instituto, Diego se despide de él y se va con sus amigos. En cambio, Abel suele quedarse sentado en un banco a la espera de que llegue María, su única amiga. Nada más llegar, la joven se sitúa al lado de Abel y empieza a narrarle con minucioso detalle los programas de televisión que ha visto la noche anterior. Intenta prestarle atención, pero al final desiste en su empeño y solo consigue observar mueve la chica los labios sin cesar, siendo sus dos únicas opciones asentir con la cabeza y pensar en sus cosas. Entonces llega ella, Carlota, la chica más guapa de su clases, la más atenta,  la más cariñosa, la más inteligente y así un numeroso sinfín de superlativos con los que alabaría su persona sin llegar a exagerar. Siempre que pasa por su lado le dedica una media sonrisa que le enloquece. Le encantaría decirle todo lo que sentía por ella, pero para qué… Sabía que era inútil y lo único que provocaría es que Carlota se mofara de él.
A las ocho y media comienzan las clases. A lo largo de seis horas, sus profesores le mandan un sinfín de actividades para realizarlas en casa, estudiar para los exámenes finales, elaborar trabajos monográficos de autores procedentes de nuestro panorama literario…
Tras acabar las clases, alrededor de las dos y cuarto, Diego le espera en la salida y juntos hacen el camino de regreso a casa. Sabía que a Diego eso le molestaba bastante, pero si su madre llegara a enterarse de que su hermano le dejaba solo para volver, Eleonor le sacaría del equipo de fútbol al instante.
Ya en casa, su madre les tiene preparado el almuerzo, que normalmente consiste en una ensalada repleta de verduras y filetes a la plancha. Ella quiere que lleven una dieta saludable… A veces se pasaba tres pueblos…
Nada más almorzar, Eleonor se marcha al hospital, ya que es enfermera y tiene turno de tarde todos los días, y Diego se pone su equipamiento de fútbol y se marcha al entrenamiento. De esta forma, Abel tiene la tarde entera para poder hacer sus deberes y sumergirse en sus libros de aventuras.
En torno a las nueve de la noche, baja a cenar un sándwich a la concia, recoge los platos y va directo a su dormitorio para seguir leyendo hasta quedarse dormido.
De esta manera pasaban los días de Abel. Un día tras otro semejante y aburrido. Sin embargo, aquella tarde, mientras contemplaba el paisaje desde su ventana, comienza nuestra historia. Abel había dejado de leer Todo Sherloch Holmes, una recopilación de los más de sesenta relatos que creó Sir Arthur Conan Doyle.  Abel se sentía bastante febril. Hacía días que le dolía bastante la cabeza, pero en aquel momento el dolor era insoportable.
Tras tomarse un analgésico con el fin de mitigar el dolor, Abel decidió acostarse en su cama y descansar un rato, ya que se encontraba más fatigado de la cuenta. Normalmente no solía acordarse de lo que soñaba, pero, en aquella ocasión, fue distinto. Soñó que se encontraba en mitad de una sala enorme de piedra, custodiada por doce enormes columnas en los que aparecían doce pendones de diversos escudos y distintos colores. Al fondo de la sala, había un trono dorado con relieves de águilas imperiales. Sentada se hallaba una mujer vestida de negro, una mujer tan hermosa que hacía daño a la vista. Aquella dama le miraba con mucha atención. Sus ojos eran oscuros y penetrantes, unos ojos que reflejaban odio y dolor. No estaba seguro de los motivos, pero sabía que esa mujer le odiaba con todo su ser. De repente, la misteriosa mujer se levantó con mucha suavidad, mostrando a una dama voluptuosa, sensual, elegante. Empezó a murmurar unas palabras en una lengua extraña, una lengua que Abel no conocía, que le provocaba una sensación de inseguridad. Parecía como si estuviera conjurando una especie de hechizo. De pronto, todo a su alrededor comenzó a temblar, las columnas se resquebrajaron y cayeron de forma fulminante. Tras ellas, todo ardía, había gente gritando con desesperación, ya que eran perseguidos por terribles criaturas aladas, las cuales destrozaban a todo aquel que se pusieran por delante. A pesar de aquella hecatombe, aquella temible mujer empezó a reírse y, lentamente, se acercó a Abel. Él quería salir corriendo, pero no podía, estaba petrificado a causa del terror. Tras ponerse delante de él,  la mujer empezó a decir:
Querido e insignificante joven, le susurró al oído, nada puedes hacer para evitar la destrucción de Nym. Todo lo que ves, me pertenece. Nada ni nadie podrá detenerme y aquel que tan solo lo piense, sufrirá la peor de las muertes. Ríndete y acepta tu destrucción. Si no es así, todos tus seres queridos padecerán los peores sufrimientos jamás imaginados.
¿Qué… qué sucede aquí?, preguntó atemorizado Abel, ¿Quién es usted?
Soy la peor de tus pesadillas, Abel. Aquello a lo que más temes, aquello que te destruirá. Una vez escapaste de mí, pero eso no volverá a suceder.
Abel gritó con desesperación. Se sentía indefenso ante aquella mirada. En ese instante, se despertó. Estaba empapado en sudor. Todo fue un sueño, pero fue tan real. Aún notaba el aroma de aquella terrorífica dama. A pesar de ser un sueño, tenía la sensación de que la conocía, de que no se trataba de un ser extraño. Tenía miedo, mucho miedo. No obstante, tras lavarse la cara con agua fría y relajarse como pudo, esa sensación de pavor fue desapareciendo poco a poco.
Al día siguiente, cuando bajó a la cocina a desayunar a la cocina, se dio cuenta de que Diego no estaba. Había una nota en la mesa:
Abel,
Anoche llamó el entrenador a casa para decirme que había entrenamiento a las seis de la mañana. Hoy tendrás que ir solo al instituto. Por favor, no le digas nada a Mamá. Ya sabes lo que se preocupa por ti.
Diego

Abel estaba entusiasmado. Nunca había ido solo al instituto. Era una oportunidad fantástica para demostrar a su madre que se las podía apañar sin ayuda de nadie. ¡Ya lo demostraba todos los días en casa, pero eso no servía para nada! Corriendo se dirigió a su habitación para recoger su mochila, se acercó al dormitorio de su madre y le dio un beso en la mejilla.
Recuerda que hoy, a las cinco, Diego y tú tenéis que ir a la consulta del doctor Vázquez, le murmuró su madre entre las sábanas. Intentad ser puntuales.
¿Y eso?, le preguntó extrañado.
He notado últimamente que estás más pálido de lo normal, cariño. No sé, pienso que estás recayendo.
Como quieras, mamá. Aunque, si te digo la verdad, me siento genial, mintió.
Tras despedirse de ella, salió corriendo de casa camino al instituto. El sendero prohibido jamás le había parecido tan precioso como aquella mañana. Los álamos y los robles eran tan altos y tan espesos que impedían a los rayos de sol iluminar aquella zona del bosque. El aroma de las flores le abrumaba.
A mitad del camino, Abel empezó a sentir nauseas. El dolor de cabeza regresó con mayor intensidad que el día anterior. Decidió sentarse en una piedra cerca del sendero para poder descansar. Entonces, escuchó un sonido inquietante detrás de él.
Una densa niebla estaba cerniéndose a su alrededor, una niebla tan espesa haciendo que todo a su alrededor desapareciera. Cuando quiso darse cuenta, una fuerza misteriosa le agarró de su tobillo y lo arrastró al interior del bosque, saliéndose del sendero. Abel gritó con desesperación. Intentó agarrarse a cualquier cosa mientras aquello le arrastraba por el suelo. Solo consiguió lastimarse las manos. Pensando que todo estaba perdido, aquella fuerza se detuvo. Abel comprobó que se hallaba en un claro del bosque. Sin embargo, no estaba solo.
Junto a él se encontraba un joven apuesto. No tendría más de veinte años. A pesar de todo, tenía una estatura considerable. Sus ojos celestes presentaban tanta claridad que, con tan solo una mirada, podrían observar cualquier rincón de su corazón. Su larga melena de cabellos dorados la llevaba recogida en una perfecta coleta. No obstante, lo que llamaba la atención de aquel chico no era su aspecto físico, sino, más bien, su indumentaria. Llevaba una túnica oscura, decorada con motivos florales bordados a mano con hilos de plata. En el pecho aparecía la figura de un águila imperial, cuyos ojos eran dos zafiros incrustados. En su mano derecha sostenía una especie de bastón blanco, tallado de manera exquisita y extraordinaria.
Abel estaba desconcertado. Por algún extraño motivo, aquel misterioso joven no le provocó el más mínimo espanto, sino, todo lo contrario. Le transmitía bondad y seguridad. De pronto, el joven se aproximó a Abel con presteza, se puso de rodillas a su lado y examinó sus heridas.
Perdone este recibimiento, mi señor, se disculpó el joven de la túnica, pero no tenemos tiempo que perder. Están buscándole y no tardarán en dar con su paradero.
Abel, confundido, se apartó de él, alejándose lo máximo posible.
¿Qué está sucediendo?, preguntó asustado, ¿me están buscando? Pero, ¿quién diantres es usted? ¿Cómo ha conseguido traerme hasta aquí?
No hay tiempo de explicaciones. Debemos regresar a Nym cuanto antes. No pueden capturarle, sino todas nuestras esperanzas se desvanecerán.
¿Capturarme?, preguntó de nuevo Abel, ¿quién demonios pretende capturarme? Creo que se equivocan de persona. Por favor, déjeme volver a casa. No contaré nada sobre lo que ha sucedido.
En absoluto. Debemos regresar y pronto. Presiento que alguien poderoso se está aproximando.
En ese momento, el joven alzó su báculo y empezó a formular una serie de palabras en una lengua extraña que Abel ya no le parecía tan extraña. Sin salir de su asombro, el báculo fue adoptando un brillo celeste. A su alrededor, el viento comenzó a soplar con mayor intensidad.
¿Qué… qué sucede?, gritó titubeante Abel.
A pesar de aquel acontecimiento tan asombroso, en el otro extremo del claro, entre los arbustos, aparecieron tres figuras encapuchadas que llevaban túnicas de color carmesí. Sin mediar palabra alguna, los encapuchados de ambos extremos alzaron sus brazos. Entre sus manos surgieron de la nada unos arcos plateados y empezaron a disparar unas extrañas saetas con llamas negras.
¡Flechas de oscuridad!, exclamó el acompañante de Abel. ¡Póngase detrás de mí! ¡No pueden alcanzarnos!
Pensando  Abel que iban a acertarle de lleno, el enigmático joven alzó su mano izquierda y, tras citar una serie de palabras ininteligibles, que Abel ya no desconocía por completo, las flechas de oscuridad desviaron su dirección y se clavaron en dos majestuosos álamos. Aquellos árboles se marchitaron al instante. Esas saetas parecían haberles absorbido la vida por completo. Abel no podía creer todo aquello. Quería despertar de aquella horrible pesadilla.
Los agresores continuaron en su empeño de destruirles, cuando, de repente, el joven ordenó a Abel que le asiera de su mano, ya que era el momento de marcharse.

Sin dudarlo, Abel le agarró con fuerza. Todo dio vueltas a su alrededor. Una luz espectacular les envolvió, seguido de un agónico dolor. Abel se vio sumergido en una oscuridad total. En el momento en que estaban abandonando el claro, una de aquellas flechas le había alcanzado en el hombro izquierdo.

1 comentario:

  1. Aún no tengo muy claro el nombre de la historia, así que voy a seguir escribiendo y lo pensaré al final. Me gustaría que leyerais los episodios y me dijerais que pensáis realmente.
    Iré publicando uno cada final de mes.
    Espero que os guste.

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